Las impensables reliquias del museo de Alirio, un tesoro que pronto abrirá sus puertas en el centro de Medellín
Carros clásicos, neveras, pianolas, gramófonos, cámaras y cientos de artículos forman parte de la colección
El centro de Medellín guarda muchos secretos. Uno de ellos, hasta ahora muy bien guardado, es el museo de Alirio Tavera, un coleccionista que lleva 40 años recuperando carros y restaurando cuanta antigüedad llegue a sus manos, desde rockolas de los locos años 20 hasta neveras, pianos y revistas.
El museo, que todavía no abre sus puertas al público, queda en la calle Bolivia, entre Palacé y Venezuela. Para más señas, está a una cuadra del parque Bolívar. El museo de Alirio está camuflado por una puerta enorme con pinturas en aerosol. Cuando alguien toca la puerta, esta se abre solo un poco, deslizándose, y desde adentro se escuchan los ladridos de tres perros, los custodios de las reliquias.
Alirio hace pasar a los invitados con afabilidad. Y ofrece un café, “un muy buen café”, que sirve en un pocillo grande, al estilo gringo. La primera impresión del visitante es la de entrar en otro tiempo. Es el siglo XX el que aparece ante sus ojos: decenas de publicidades de empresas gringas, rockolas como las que aparecen en las películas, muebles espaciosos y abullonados que recuerdan a Pulp fiction. Hay neveras por todas partes, aparatosas y pesadas, que hay que desconectar una vez a la semana para que no hagan escarcha. “No son no frost”, dice Alirio.
El dueño del museo encierra a los perros en un cuarto para que no interrumpan la conversación. Luego cuenta que comenzó a coleccionar hace 40 años, cuando en las manos suyas y de su familia cayó una carroza funeraria de comienzos de siglo. Alirio y un hermano habían recibido la herencia familiar del negocio de las funerarias, y por eso alguien les ofreció esa reliquia. Aunque después la vendieron, a Alirio le picó la curiosidad por las antigüedades.
Por eso, un tiempo después, compró un Ford modelo 56. Entonces empezó, casi sin darse cuenta, a comprar y vender carros viejos, modeludos, de colas largas y colores pastel. De algunos de ellos quedan partes. Los muebles del museo son los frontales y las traseras de viejos Cadillacs o Caprices, donde hace muchos años se sentaron los conductores y los pasajeros.
Algunos de esos coches han sido utilizados para ser algo más que sillas. Alirio, en un arrebato de imaginación, convirtió uno en una mesa de billar. El visitante puede ver el carro como cortado a la mitad, recubierto con la suavidad del paño. Es un objeto extraño que de inmediato llama la atención. En la parte trasera, donde estaba el portaequipaje, tiene un cajón para guardar los palos y las bolas.
El museo de Alirio tiene dos pisos. En el primero está la sala con las neveras, los muebles-carro y el billar. También hay carros antiguos y clásicos en perfecto estado. La joya de la corona, por decirlo así, es un coche funerario modelo 1929, único en Colombia. El coche, un Studebaker Superior Westminster, llegó al país por el puerto de Santa Marta. Alirio dice que solo se fabricaron 248 unidades de ese modelo.
El coche, pese a sus 95 años a cuesta, conserva sus piezas en su estado original. Alirio se sube, le abre el capó, que se desliza hacia los lados, y le echa un poco de aceite y gasolina. Después se sube a la cabina y, sin demasiado esfuerzo, presiona el acelerador y acciona la llave. El carro, en un estertor mecánico, se enciende y tiembla ruidosamente. ¡Funciona a la perfección!
En el museo de Alirio todo funciona, desde los carros hasta un fonógrafo de finales del siglo XIX. ¿Cómo es que todas esas cosas tan disímiles han llegado a este taller en el centro de Medellín? La respuesta es sencilla: la pasión y la tozudez de Alirio. Al coleccionista le escriben cada tanto para ofrecerle neveras, pianos, rockolas, libros, discos de vinilo y cuanta vejez se pueda imaginar.
Junto al coche funerario hay otras piezas de valor como un Chevrolet Impala 1959, una ambulancia Pontiac 1952 y un Chevrolet Bel Air 1966. Son carros, por decirlo, de un barroquismo que ya no se ve en la industria: largas colas, finos acabados, tableros elegantes. Los colores, dice Alirio, tienen muchos matices y abarcan una escala muy grande, no como los de hoy que casi todos son grises, blancos o negros.
El panorama es muy distinto en el piso superior del museo. Al subir las escaleras se encuentra el visitante con un amplio salón revestido de madera, lustroso, como de antaño. Hay una colección de libros sobre la guerra contra el narcotráfico de los años 80, una valiosa donación que hizo un familiar de Alirio. Entre los títulos aparecen Palacio sin máscara, La historia de las guerras y Crónicas que matan.
Si el primer piso es una oda al mercado gringo del siglo pasado, con sus reflectores y sus colores estridentes, el segundo es un sosegado espacio de cultura, con gramófonos, cámaras, libros y revistas. El objeto más preciado, quizá, es una pianola de la década del 30. En apariencia es un piano normal, al que Alirio, sentado, le saca unas notas.
Pero oculta una sorpresa. Alirio abre una portezuela e introduce un papel parecido a un papiro. Es un rollo que la pianola comienza a reproducir y se hace la magia. Las teclas se mueven solas y los engranajes dan mil vueltas. Es como si alguien estuviera interpretando el piano frenéticamente. “Esto yo solo lo había visto en una película de la época, es una cosa impresionante”, dice Alirio. En ese momento aparece un hombre cercano al coleccionista, y se acerca a ver el engranaje, maravillado. No cuesta mucho recordar las películas del viejo Oeste, de borracheras y tiroteos en cantinas donde las pianolas, como la que tiene Alirio, interpretan una canción que puede ser tan triste como vertiginosa.
Ahora bien, ¿es posible visitar este museo de lo impredecible? Por ahora no está abierto al público. Alirio ha venido organizando el lugar para recibir visitantes. Aún faltan detalles, pero la idea es que máximo, en tres meses, se abran las puertas de este tesoro del centro de Medellín.
Los visitantes podrán tomarse un café o una cerveza y maravillarse con la magia de la pianola; o sentarse en los muebles de un Cadillac en el que alguna vez paseó una familia. Dos o tres meses, sí, dice Alirio, ya es momento de abrir esto al mundo.
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El declive de Boyacá, la ‘callecita de la pornografía’ en el centro de Medellín
El internet ha acabado con la distribución de pornografía. Los negocios han tomado otros rumbos
Sus clientes lo llaman el “flaco”. Todavía vende películas porno para DVD, pese a que ya casi nadie las compra. Hubo un tiempo, recuerda el flaco, en que el pasaje Boyacá era todo pornografía. Los puestos callejeros se sucedían con películas de sexo lésbico o de “paisitas”, las más apetecidas por los pensionados. Los clientes se amontonaban y, excitados, revolcaban los puestos en búsqueda de algo que satisficiera su lujuria. A veces pasaban señores renegando, tapando los ojos de sus hijos.
El esplendor del porno en el pasaje Boyacá es pasado. Hoy quedan dos o tres puestos que lo ofrecen. El “calvo”, compañero del flaco, ahora vende tenis para ayudarse. El flaco ha tenido que hacer lo propio con unas cucharas de palo, un negocio en el que está incursionando.
“Esto ya no da para vivir. Si no fuera por una hija que me ayuda, aguanto hambre”, dice el flaco.
El pasaje es en realidad una parte de la calle Boyacá, una de las principales del pueblo provinciano y en extremo católico que fue Medellín en los siglos XVIII y XIX. Está detrás de la iglesia Nuestra Señora de la Candelaria, la primera parroquia que tuvo la ciudad. Cuesta imaginar que ese pedazo de la calle, hoy tan populoso, fue ayer el paso obligado de los comerciantes, los mineros y los ricos de la época que llegaban los domingos al encuentro con su Señor.
El pasaje es hoy un mercado de lo absurdo. Como el porno ya no es solicitado, los venteros tuvieron que recurrir a otros negocios. Miguel Calle, por ejemplo, montó un pequeño taller de gafas. Hace diez años dejó de vender porno. “Lo hice porque, además de que ya no se vendía igual, es como conseguir plata mal habida. Nos iba bien, claro, pero así mismo gastábamos”, dice.
En sus buenas épocas, recuerda Miguel, llegaban hombres, casi todos entrados en años, a preguntar por porno “de sardinas”, es decir, de menores de edad, lo que se configura como un delito. La policía daba ronda por el lugar y les hacía guardar las películas: “Era una persecución constante. Todo el tiempo nos tocaba guardar la mercancía o movernos para otro lugar. Aún así seguían llegando clientes”.
Lo raro del desuso de la pornografía es que, según los mismos venteros, comenzó con la pandemia. Hasta antes de las cuarentenas, pese al avance del internet, las películas pornográficas seguían siendo bastante solicitadas. El flaco y el calvo lamentan que el negocio se haya venido a menos, pero no entienden por qué justo después de la pandemia.
Aunque la pornografía no es un negocio rentable en el pasaje Boyacá, sí que lo es en el mundo. Se estima que en internet hay 4,2 millones de sitios pornográficos. El más conocido en Pornhub, el gigante canadiense que se ha visto en serios aprietos por permitir que en la plataforma se subieran contenido con menores de edad o no consensuados. Se estima que en Estados Unidos hay unas 40 millones de personas que visitan sitios porno con regularidad y, de ellas, 12 millones consideran que tienen un problema de adicción.
Pero volvamos a Boyacá. Por esta calle pasó, a comienzos del siglo XX, el grupo de los Panidas, los jóvenes poetas liderados por León de Greiff. Ese grupo es recordado por una célebre pelea en la iglesia de San Ignacio. En Boyacá tomaban tinto y aguardiente y se adentraban en discusiones literarias y políticas.
Hoy, después del languidecimiento del porno, el pasaje Boyacá es un mercado de lo absurdo. Lo que más se vende, dice Miguel, es veneno. En muchos de los puestos se exhiben venenos para ratas y cucarachas; exhiben botellas llenas de un líquido blanquecino que bien podría confundirse con suero costeño. Hay otros, también blancos, que tienen forma de bola. Uno más llamativo viene en un tarro diminuto y se llama Sicario, lo adorna la imagen de un ratón con una pistola y pantalones de pana.
Hay venenos tan fuertes que inundan el aire del lugar. Los ojos, que lagrimean, se resienten ante ese olor penetrante que se expande como en algún momento se expandieron las portadas de las películas de porno.
Pero hay más negocios, por supuesto. Lucho es un relojero que llegó al pasaje hace 32 años. Nunca ha querido incursionar con otro negocio, aunque mucho se lo han recomendado. No, lo de él es el tiempo, sentarse bajo la sombrilla que incrementa el calor, y trabajar en la filigrana que es un reloj de pulsera. Ese negocio también ha decaído. “Esto está malo. Uno por ahí pone una pila o arregla una correa, pero es muy duro. No hay clientes como antes”, se lamenta Lucho.
También hay quienes venden lociones y memorias usb con música. La puerta lateral de la iglesia, que da hacia el pasaje, se mantiene cerrada desde la pandemia. Para Miguel es una ironía que antes, cuando se vendía porno de todo tipo, el templo tuviera su puerta abierta, y en cambio ahora, cuando casi se erradicaron esas películas lascivas, esté clausurado.
El flaco reconoce que pronto tendrá que dejar de vender porno. Por eso, desde hace un mes, tiene a la venta unas cucharas de palo que hacen un contraste extraño con las carátulas de mujeres perniabiertas y despelucadas. Como la mayoría de los venteros, el flaco es un hombre mayor que vive en las laderas de Medellín. Con lo que gana en su negocio, que es muy poco, compró un lote en Vallejuelos, un barrio de invasión. Les dio tres millones de pesos a los bandidos para que le entregaran el pedazo de tierra demarcado por una cinta.
El porno no da para más, dice el flaco, triste; sus ojos se ven cansados, ausentes, como perdidos en un tiempo ido, irrecuperable.
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Medellín se llenó de mtotaxistas digitales: ¿cómo trabajan? ¿Es retable?
Un conductor de una aplicación nos cuenta en detalle cómo es su día y cómo se trabaja con estas plataformas en Medellín
El pasado 28 de febrero murió una joven mujer en un accidente de tránsito en Medellín. Los medios reportaron que iba como parrillera en una moto que había pedido a través de una aplicación. De inmediato se habló del auge de estas aplicaciones. En la ciudad es cada vez más habitual que la gente tome este transporte, que además es absurdamente más barato y más rápido que un taxi o un carro. Según la empresa Picap, el ahorro en tiempo de sus usuarios es de un 60 por ciento en comparación con un viaje en carro.
En Exclusivo Colombia hablamos largamente con un conductor de Didi Moto, otra de las empresas que, pese a ser ilegal, prestan el servicio de moto taxi en Medellín.
El conductor es un hombre de mediana edad, experto en ventas y con larga trayectoria en empresas privadas. Prefiere no dar su nombre, pero relata en detalle cómo es manejar moto ocho o más horas en el valle de Aburrá.
Nuestro protagonista trabajó hasta hace seis meses en una empresa, hasta que le desmejoraron las condiciones laborales y no tuvo de otra que irse. Empezó a mandar hojas de vida, pero se encontró con un obstáculo que no había calculado: su edad. En un proceso de selección, sin ningún tacto, le dijeron que era muy viejo; coloquialmente, muy cucho, y que para ese cargo estaban buscando hombres jóvenes, de máximo 35 años.
Acababa de comprar una moto. Un amigo le dijo que se metiera a Didi y él contestó, con ingenuidad, que no tenía carro. El amigo lo convenció de que Didi Moto podía ser una posibilidad. Y así, un día, más movido por la necesidad de moverse que otra cosa, salió desde Titiribí, donde vive, a recorrer las calles de Medellín. No fue fácil adaptarse a manejar desde las 6:00 de la mañana, cuando el frío agarrota los dedos, hasta terminar en la tarde, a veces bajó un sol abrasador o una lluvia insolente.
¿Es rentable?
Picap dice que sus conductores pueden hacerse hasta 4.5 millones en un mes, es decir, casi tres salarios mínimos. Suena atractivo, claro, pero no se menciona que hay que correr el riesgo de andar por las calles de una ciudad hostil con los motociclistas. El año pasado, por ejemplo, murieron 149 motociclistas en Medellín.
Didi, por su parte, advierte que sus conductores pueden ganarse 3,5 millones. Nuestro conductor dice que eso es demasiado y que tal vez algunos logren esa cantidad, pero trabajando más de 12 horas al día: “El problema es que las carreras son demasiado baratas. Por ejemplo, yo cojo una carrera que dura 20 minutos, pero a eso le tengo que sumar el tiempo de llegada para recoger al usuario y la espera, pues muchas veces lo hacen esperar a uno. Termina siendo una carrera de 40 minutos por la que uno cobra 4.600 pesos”.
Según el periódico La República, estas aplicaciones prestan servicio a unas ocho millones de personas en el país. Lo que más influye, claro, es el costo de las carreras, que muchas veces es irrisorio. “Una vez hice un viaje desde Plaza Mayor a la 65 y, cuando descargué al pasajero, el sistema me indicó que el costo era de 920 pesos”, dice nuestro entrevistado.
¿Entonces, cuántas carreras hay que hacer en un día para librar los gastos de la moto y sacar algo de ganancias? El conductor dice hay que darle parejo desde la mañana y tomar la mayor cantidad de viajes posibles. Muchas veces son más de treinta y hay que echar mano a unos bonos de ayuda que las empresas ofrecen a sus afiliados.
Hay que decir, también, que para trabajar con estas plataformas no se necesita más que una moto, una licencia de conducción y un SOAT vigente. “No es más. Uno manda los papeles por internet y en menos de 48 horas le dicen que ya puede empezar a trabajar”, dice el conductor.
El trabajo en estas plataformas, hay que decirlo sin ambages, es igual al que hacen muchos mototaxistas en los pueblos. Trabajan igual, llevando gente de un lado a otro en una moto, optando por un sustento de vida que haga frente al desempleo y la falta de oportunidades. Estos conductores, al igual que los mototaxistas, son informales y las empresas ni siquiera les piden seguridad social. En caso de accidentes, las empresas se lavan las manos y los dejan solos: “En un accidente se jode uno, porque lo pueden demandar y esto es ilegal”.
Aún sabiendo esos riesgos, nuestro conductor decide salir cada mañana a recorrer las calles en busca de usuarios. ¿Por qué lo sigue haciendo, a sabiendas del riesgo tan alto y los réditos tan bajos? La respuesta es la falta de oportunidades para una persona mayor de 50 años: “Yo sigo buscando trabajo, pero no se me ha dado. Esto es muy duro, de verdad, y las plataformas no valoran a los conductores. Los precios son demasiado bajos y se privilegia únicamente al usuario”.
“Hágale rápido”
Además del beneficio económico, los usuarios apelan a las motos por la rapidez. “El servicio se mueve mucho por la mañana. Lo piden principalmente mujeres que van de afán y exigen que uno vaya rápido”, comenta el conductor.
Como dice el dicho, de todo se ve en la viña del señor. Nuestro entrevistado ha tenido que transportar a universitarios y a personas de más de 70 años. Una vez le pidieron un servicio con perro a bordo, y así lo hizo. Muchos usuarios entablan conversación con el conductor, como si de un taxi se tratara, y hacen que el viaje sea más agradable.
Es tal el auge de estas plataformas que en Medellín ya hay un gremio de mototaxistas. Entre ellos se identifican y desayunan con frecuencia en una panadería por la carrera 65, cerca a la Terminal del Sur: “Hay algunos que hablan mucho y dicen que ya se van para la casa, que se hicieron tanta plata. Es como en todos los gremios, hay gente aburridora”.
Sobre el nuevo gremio, dice nuestro conductor, hay un estigma. Cuenta que algunos usuarios son groseros o despectivos:“Consideran al conductor como algo inferior (…) aunque también hay que decir que algunos colegas van mal presentados, con motos mal tenidas y cascos sucios”.
La clave del éxito, dice el conductor, tiene que ver con la atención al usuario. Por ejemplo, lavar el casco cada dos o tres horas; para ello carga siempre un trapo húmedo con Soflán. “Hay que ser profesional en lo que sea que uno haga”, agrega.
Medellín, sin pensarlo y gracias a las tecnologías, se llenó de mototaxistas, algo impensado hace 10 o 15 años. Hay un nuevo gremio, con necesidades insatisfechas, que seguro seguirá creciendo a la par del caos vial de la ciudad.
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Caso Posadita: el macabro descuartizamiento que aterró a Medellín en el siglo pasado
Repasamos uno de los crímenes más sonados y recordados de la ciudad
La periodista Luz María Montoya encontró a Abel Antonio Saldarriaga “Posadita” en 2011. Para entonces, el hombre se había convertido en un anciano apacible, madrugador, que se dedicaba a “contemplar la vida” desde un barrio popular de la ciudad. Dar con el paradero de Posadita no fue fácil. Habían pasado 43 años del asesinato de Ana María Agudelo, la joven ascensorista del edificio Fabricato. Ese anciano inofensivo, que vivía de las artesanías, fue el culpable del crimen más recordado de Medellín durante el siglo XX.
Desde el crimen del Aguacatal, horrible masacre cometida en 1870, la ciudad no se estremecía de tal manera ante un crimen. Medellín fue en el siglo XIX un pueblo pequeño, rural, tranquilo y conservador en extremo. Para 1842, cuando se inauguró el cementerio San Pedro, en el valle vivían 9.140 personas, cuenta el cronista Enrique Echavarría. El resto del siglo pasaría sin mayores sobresaltos hasta la matanza de seis personas en El Aguacatal, caso que ya contamos en detalle en Exclusivo Colombia.
Ahora nos adentramos en el crimen por antonomasia del siglo XX. Cuando la periodista Montoya le preguntó a Posadita por el asesinato de 1968, él alegó, de nuevo, que era inocente. “Diga que no me acuerdo de nada”, le dijo a la periodista.
Posadita estuvo preso once años, aunque su condena fue por veinte años. Cuentan los rumores y los recortes de prensa que el caso fue tan mediático que la familia del inculpado tuvo que irse a una casa rural durante el juicio por temor a un linchamiento. Por el contrario, muchos tomaron a Posadita como un personaje digno de respeto, casi una celebridad.
Se cuenta también que el condenado estuvo unos años en la cárcel de Gorgona, en el Pacífico, quizá soportando la humedad y el calor en las celdas vaporosas de la isla. En 1982 recuperó la libertad y desde entonces se convirtió en una leyenda, un fantasma que dejó una estela de dolor a la familia de Ana María.
La entrevista con Pasadita en 2011 apareció en el periódico Centrópolis. Al ver la publicación, la hermana de Ana María, Norela, decidió hablar del asesinato de su hermana. Con dolor dijo que le gustaría tener al frente a Posadita y responder unas cuantas cosas sobre su inocencia. “Quisiera ver a Posadita, tenerlo al frente mío y preguntarle qué pasó, por qué hizo lo que hizo”, dijo Norela Centrópolis.
Los hechos
Ana María desapareció el 13 de octubre de 1968. La joven, reconocida por la hermosura de sus 23 años, era la ascensorista del edificio Fabricato, símbolo de la industria textil del siglo pasado. Ese día fue con su hermana y su mamá al centro. Estando allí pensó en pasar por el Fabricato para recoger su uniforme, y así lo hizo.
En el edificio estaba Posadita, el encargado de oficios varios. El asunto es que Ana María nunca llegó de vuelta, y su hermana y su madre se quedaron esperándola sin tener respuesta alguna sobre su paradero.
Entonces se regó la noticia de la desaparición y con ello corrieron los rumores. Se dijo con insistencia, tal vez con mala fe, que no había de qué preocuparse porque la muchacha se había volado con algún novio. El suceso apareció en la prensa, pero solo fue doce días después cuando la macabra realidad vino a estremecer a la ciudad.
Las historias de la época dicen que Posadita estaba enamorado de Ana María. Ella un día le pidió que limpiara unos vidrios de su casa, pues él hacía ese tipo de servicios. Estando en la casa, recordó Norela en la entrevista con Centrópolis, Ana María dijo, en presencia de Posadita, que se había comprometido a ir al altar con un hombre. Dicen que el aseador no soportó eso y desde entonces comenzó a odiar a la ascensorista.
En el edificio notaron un hedor unos días después de la desaparición. Era el rancio olor de la descomposición de la carne. Aunque rastrearon el origen del olor insoportable, fue difícil dar con él. Algunos dijeron que, tal vez, una rata había muerto en los ductos. Se cuenta, tal vez como hipérbole, que unos gallinazos, como zopilotes que cargan funestas noticias, sobrevolaron el edificio.
El día doce, número tan simbólico, encontraron la cabeza de Ana. En el ducto del aire acondicionado fueron encontrando más trozos de carne de lo que fuera el cuerpo de la joven y bella ascensorista. En su momento se dijo que fueron en total 100 partes las encontradas en varias partes del edificio.
Don Upo, el popular cronista rojo de El Colombiano, tal vez el más célebre reportero del siglo, contó así lo sucedido en un artículo de 1971:
“De las cien partes en que teóricamente dividieron los médicos legistas el cuerpo de la víctima, solo fueron halladas 81, pues algunas porciones fueron posiblemente arrojadas por los inodoros, o sacadas del edificio”.
No se sabe qué fue de la vida de Posadita. Quizás terminó en el anonimato en una comuna de Medellín, pero el crimen no ha sido olvidado.
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Así es la exigente vida dentro del templo hare krishna del centro de Medellín
Estuvimos con los seguidores de Krishna para contar cuáles son sus creencias y cómo viven su fe
Es domingo de Ramos y el centro de Medellín está vacío. A la iglesia de La Veracruz, tan gastada ya por el paso de los años, llegan algunos feligreses a cuentagotas. En la Plaza Botero sí hay gente: turistas, prostitutas, borrachos. En un negocio suena El culpable soy yo, de Diomedes. En ese momento, entre todo lo mundano que habita la plaza, aparece un grupo de personas extrañamente ataviadas, con túnicas naranjas y las cabezas rapadas.
Los que están en la plaza, que fuman cigarrillos y toman cerveza, se quedan mirando al grupo, que ahora toca tambores y baila. Son hare krishna y van por las calles de Medellín cantando al señor, pero no al del frente, el de la Veracruz, que está atado a una cruz. No, su señor se llama Krishna y tiene forma humana.
Los hare krishnas, es decir, quienes reconocen en Krishna el ser supremo, celebran, justamente cuando en el calendario cristiano es Domingo de Ramos, su año nuevo. No es 2024 el año que están recibiendo, sino el 5532. Por eso cantan y bailan por el Parque Berrío, donde un hombre interpreta Sin saber qué me espera y decenas de personas bailan escuchando música parrandera. Son los contrastes insospechados que permite el centro de Medellín.
Hace 5532, dice el predicador, Krishna vino al mundo. Los hare krishnas creen que el mundo material, el que habitamos, está lleno de tentaciones y de dolor. La prioridad en la vida es servir a Krishna y no provocar dolor. Esto segundo es un imposible, reconocen. Por eso la doctrina es estricta en que la alimentación debe ser vegetariana. Nada de pescados, pollo, mucho menos carne de res. Los animales son amigos, no comida, dicen.
Mientras los fieles entran a la Veracruz, los hare krishna hacen lo propio en el templo, que está exactamente al frente de la iglesia católica. La tarde del domingo se hace gris, un tanto melancólica. Afuera siguen sonando vallenatos de Diomedes, uno tras otro, mientras los seguidores de Krisha se quitan los zapatos y se hincan, implorando, para comenzar la ceremonia de año nuevo.
Pero, antes de iniciar, se van rotando unos cocos. “Agítelo junto a su oído, escuche el agua que tiene adentro, y pida un deseo”, comenta uno de los asistentes.
El movimiento hare krishna llegó a Medellín en los 80. Este es una manifestación religiosa reciente, surgida en el siglo pasado. El templo hace parte de la Sociedad Internacional para la conciencia de Krishna (Iskcon por sus siglas en inglés). La sociedad ha ido creando templos en todo el mundo para despertar lo que ellos llaman la conciencia de Krishna.
Para los hinduistas, Krishna es uno de los avatares de Vishnú, el dios supremo, pero los hare krishna lo consideran la manifestación suprema y última de Dios. El movimiento no ha estado exento de problemas. En Alemania, por ejemplo, se le consideró una secta. Y, lo que es más grave, se han documentado denuncias de abusos sexuales y físicos dentro de las comunidades.
Algunas ramas del hinduismo también critican al movimiento Iskcon, pues consideran que, más que una religión, se asemejan más a las tendencias “nueva era”, en las que toman doctrinas del cristianismo y otras creencias para formar un sincretismo extraño.
La vida en el templo
Jhon Hurtado es un seguidor de Krishna que vive, literalmente, para su dios. Tiene 23 años, aunque aparenta más, y dice que ha vivido muchas cosas. Conoció el movimiento hace siete años. Estaba en la Marina, prestando servicio, cuando sintió el llamado de Dios y desde entonces decidió dedicar su vida a él.
Jhon es una de las 11 personas que viven en el templo, en todo el centro de Medellín. Afuera, las noches son tenebrosas; transcurren en medio de peleas a cuchillo, gemidos, gritos, bazuco. Adentro, en cambio, dice Jhon, es todo lo contrario. ¿Por qué, teniendo una percepción tan conservadora, fundaron el templo en semejante olla? El seguidor de Krishna responde sin titubear: porque acá hay una urgencia de espiritualidad.
Mientras sus compañeros montan un altar con la imagen de Krishna, John explica que hay cuatro condiciones básicas para hacer parte del movimiento. Primero, nada de alcohol, café, té, drogas u hongos; segundo, no tener sexo ilícito, es decir, que no sea con la esposa (o esposo) y cuyo fin no sea procrear; tercero, y sin ninguna dilación, no participar en juegos de azar; cuarto, quizá lo más importante, llevar una vida vegetariana.
Eso no son sacrificios, dice Jhon, porque todo lo hace por Krishna. La ceremonia de año nuevo incluye un baile y danza para honrar a Krishna. En medio del jolgorio, algunos servidores ofrecen flores aromáticas. También pasan con un candelabro encendido, ante lo cual el creyente se inclina, como tomando la llama, para luego llevar las manos a la cabeza.
La vida en el templo, cuenta Jhon, es de disciplina. Él no lo llama trabajo, sino servicio, y obviamente es para Krishna. Las once personas se acuestan todos los días a las nueve de la noche, pero eso depende de qué tanto servicio haya. A veces van a la cama pasadas las diez.
Se levantan a las tres y media de la mañana, sin falta, para comenzar la primera oración del día que, por supuesto, incluye baile y canto para Krishna. “Esta es una vida muy bonita, de amor. Todo el servicio lo hacemos por Krishna y por eso lo hacemos con amor”.
Jhon trabaja en el restaurante Govindas, que está en el tercer piso del edificio que ocupan los seguidores de Krishna. Comienza turno a las ocho de la mañana, varias horas ya después de haberse despertado, y sirve como mesero, lavando ollas, limpiando, barriendo, hasta las cinco de la tarde. A las seis en punto es el último canto a dios.
Cuesta trabajo imaginarse una vida así en pleno centro de Medellín, donde el relajamiento es regla general.
Afuera del templo, a la hora en que cae el sol, los borrachos siguen fumando cigarrillos, matando el tiempo, mientras los feligreses salen de la iglesia de Cristo. Es el centro de Medellín.
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Detalles históricos y pintorescos de la primera Semana Santa en Antioquia: expediciones, excesos y religión
La primera vez que se celebró la fiesta religiosa fue en 1541, luego de la fundación de Santa Fe
En Santa Fe de Antioquia está el personaje más antiguo del departamento. Llegó en 1746 desde Andalucía, en barco. Después la metieron por el río Magdalena y luego la llevaron, con sumo cuidado, por caminos de herradura. Su nombre es Nuestra Señora de las Angustias y es una figura policromada; tiene la mirada fija en los ojos de su hijo; Jesús yace sobre su regazo, semidesnudo, con la herida abierta bajo sus costillas. Sus rodillas están tumefactas, consecuencia de las caídas y el sufrimiento.
Nuestra Señora de las Angustias fue traída en el siglo XVIII para la celebración de la Semana Santa en Santa Fe, para entonces capital de Antioquia. Su cuidado ha pasado de generación en generación. Muchos hombres han nacido, crecido y declinado junto a ella, que sigue incólume al paso de los años.
Pero, ¿por qué llegó esta imagen a Santa Fe de Antioquia? ¿Por qué no a Medellín, por ejemplo? Acá hay que contar otra historia, la de la primera Semana Santa en el departamento.
En 1538, dejando una estela de sangre, llegaron los primeros cristianos al centro de Antioquia. Habían partido de Urabá, donde hacía algunos años habían fundado San Sebastián, hoy Necoclí, y la gloriosa y perdida por siempre Santa María de la Antigua del Darién. Los españoles, después de muchos años de bordear las costas, se decidieron a penetrar en las montañas, tierra adentro, atraídos por las promesas de tierras muy ricas en oro.
Fue una expedición calamitosa. Los primeros cristianos llegaron sedientos y con hambre al Occidente de Antioquia. Habían padecido las consecuencias de un terreno agreste, repleto de una vegetación exuberante que a veces los atacaba, hostil, con su ponzoña. Dos de los hombres más importantes del grupo murieron en el recorrido. Atrás habían dejado el Golfo de Urabá con sus riquezas naturales, y llegaban a unas tierras agrestes, llenas de indígenas dispuestos a defender lo suyo con sangre.
Uno de los muertos fue Pablo Fernández, el primero en columbrar el valle del Tonusco. Cuenta Pedro Cieza de León, cronista de la Colonia, que a Fernández le hicieron un entierro “muy cristiano” y solemne. Fue la semilla del cristianismo en el interior de Antioquia.
Durante la expedición se cometió un acto de crueldad innombrable que presidió lo que sería la conquista de esos territorios. Juan Badillo, el líder de la expedición, montado en cólera, mandó a quemar vivo al cacique Buriticá. Los españoles querían oro y sabían que en esas montañas había mucho. Estaban dispuestos a hacer lo que fuera por conseguir el metal, costara lo que costara, así hubiera que robar, extorsionar o matar a un cacique.
Luego del hambre, las dos muertes y el asesinato de Buriticá, los españoles volvieron a Urabá con las manos vacías. Sin embargo, cimentaron el terreno para que tres años después, en 1541, otro grupo de españoles, ahora dirigidos por Jorge Robledo, se aventuraran a fundar la primera ciudad en el Occidente: Santa fe de Antiochia.
Ese año se celebró la primera Semana Santa en Antioquia. El pueblo no es donde está hoy, en el Tonusco, sino que estaba situado en donde ahora es Peque. No hay mucha documentación sobre esa primera celebración religiosa, pero se sabe que los españoles, en esas tierras tan contrarias a ellos, levantaron la primera iglesia y celebraron como pudieron, en medio de las penurias y las calamidades que les habían acaecido.
Esa fecha, 1541, quedó en firme como la de la primera Semana Santa en Antioquia. Así pues, en este 2024 cumplen 452 años de tradición. Muchas cosas han pasado desde entonces, desde el asedio constante y las hambrunas en el pueblo, el posterior establecimiento y bonanza, la explotación incesante de oro, la llegada de Nuestra Señora de las Angustias. No es en vano que la Semana Mayor del cristianismo tenga como una de las sedes principales a Santa fe de Antioquia.
El pueblo actual, en el Tonusco, se fundó en 1546, cinco años después del primero. La decisión de fundarlo en este punto fue evidente: está cerca de las minas de oro de Buriticá, en donde Badillo prendió vivo al cacique.
“De este pueblo que estaba asentado en este cerro, que se llama Buriticá (…) donde está asentada una villa que ha por nombre Santa Fe, que pobló el mismo capitán Jorge Robledo (…) las minas se han hallado muy ricas junto a este pueblo en el río grande de Santa Marta. Cuando es verano sacan los indios y los negros en las playas harta riqueza”, escribió el cronista Pedro Cieza de León.
Como pasa siempre donde hay riquezas inusitadas, en Santa Fe hubo excesos de toda clase. Los habitantes cayeron en un “relajamiento de las costumbres” que ni siquiera la fe, la iglesia ni la solemne Semana Santa pudieron aplacar. El pueblo era fecundo para la prostitución y los juegos de azar.
Sucedía esto entre los siglos XVII y XVII. Así lo cuenta el historiador Juan David Montoya lo explica así en el artículo La ciudad y la villa: los años inestables:
“Para desterrar los viejos hábitos, los administradores coloniales ordenaron que se restringieran los excesos de las fiestas, se abrieran calles y fuentes públicas de agua, se construyeran acequias, cárceles, hospitales, cementerios, escuelas de primeras letras y casas de recogidas para las mujeres ‘libertinas’”.
Han pasado varios siglos desde eso y puede que el libertinaje continúe, pero el mundo de hoy es otro. Lo que no ha cambiado es la devoción por la Semana Santa y las figuras. Cada una de las imágenes tiene un “mayordomo” que vela por su bienestar y la arregla para que salga lo mejor posible durante la Semana Santa. La mayordomo de Nuestra Señora de las Angustias, por ejemplo, es Rebeca Martínez, una mujer mayor que la tiene bajo su cuidado desde 1982, cuando heredó la mayordomía de su padre.
Otra de las curiosidades de la Semana Santa en Antioquia tiene que ver con la historia del Cristo Caído. Este llegó un año antes que Nuestra Señora de las Angustias, en 1745. El Cristo, como el de Zaragoza (Antioquia) fue emblema por muchos años hasta que pereció en un incendio en 1970.
Todavía hay tiempo de ir a Santa Fe y disfrutar el Jueves o Viernes Santo, el fin de semana y el Domingo de Resurección. Allí están las imágenes centenarias, los cargueros y las calles empedradas.
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Las sorpresas que esconde la muerte: un día con un sepulturero del cementerio San Pedro
Francisco Cadavid cuenta detalles sobre cómo es vivir entre los muertos
La muerte acarrea muchos problemas prácticos. Generalmente, y con toda razón, se habla del duelo tras la pérdida, de la tristeza, la rabia, el daño irreparable. Pero poco se mencionan los asuntos prácticos. ¿Quién se encarga de arreglar un cuerpo yerto? ¿Quién, de abrir una fosa, de pulir un ataúd? Si el cuerpo no se incinera, hay que esperar cuatro años para sacarlo de la oscuridad, partir los huesos con cuidado y llevarlo a otro lugar, este sí el definitivo. Alguien tiene que hacer ese trabajo que pocos desean.
Francisco Cadavid lleva 26 años haciendo todas esas tareas. Trabaja en el cementerio San Pedro, el más viejo de la ciudad que todavía está en funcionamiento.
El San Pedro es amplio, con una rotonda central rodeada de pinos y palmeras. En las tardes se escuchan los graznidos de aves. Francisco dice que son águilas o halcones. En la parte central del cementerio están enterradas algunas de las personas más recordadas del siglo pasado. Tomás Carrasquilla está por allí, coronado con un busto que hace honor a su obra; también está Jorge Isaacs, el escritor vallecaucano cuyos restos trajeron comenzando el siglo XX, después de la guerra de los Mil Días.
En ese espacio se mueve Francisco desde hace 26 años. Es un hombre delgado, de piel morena, bien afeitado. Llegó al San Pedro porque le ofrecieron trabajo en unas obras que se hacían en ese momento, para 1998. Antes del cementerio era muy temeroso de la muerte. Recuerda que cuando había un entierro en Girardota, su pueblo, se escondía para evitar el contacto con la muerte. Si había un velorio, no entraba y más bien se escabullía hacia otros lugares.
Pero mucho tiempo ha pasado desde eso. Ahora habla de la muerte como de cualquier otra cosa, con las manos en la cintura, tranquilo.
Francisco no recuerda cuál fue el primer muerto que ayudó a meter a la bóveda. Sabe, eso sí, que es más complicado una exhumación que una inhumación. En el San Pedro hay muchas bóvedas alquilados, cuyo contrato es por cuatro años. Pasado ese tiempo, hay que sacar al muerto para liberar el espacio.
Por raro que parezca, es frecuente que a muchos no los reclamen. El cementerio, entonces, trata de comunicarse con la familia para que se presente. Sobre la lápida ponen un sticker indicando que el muerto, por contrato, debe ser exhumado, pues su tiempo ahí ha caducado. Pero las familias no aparecen y pasan uno o dos años en ese problema, hasta que el cementerio, como última opción, se ve obligado a hacer una exhumación administrativa.
“Eso pasa mucho acá, ufff. Entonces tenemos que hacer la exhumación. Sacamos el cuerpo, que no sabemos cómo lo vamos a encontrar, y lo arreglamos dentro de otro lugar, bien rotulado y con nombre, hasta que la familia venga y lo reclame”, cuenta el sepulturero.
Decía Francisco que la exhumación es peor. Y es que los sepultureros no saben con qué se van a encontrar. En los casos más sencillos, después de abrir la lápida y de que se disipe el polvo, aparece una calavera. Más abajo, los huesos que dieron fuerza al cuerpo que alguna vez tuvo vida.
Pero no siempre es así. Hay veces, Francisco no sabe cómo explicarlo, el muerto sale momificado. Entonces es más difícil sacarlo, porque está rígido. Si la familia no lo ha reclamado, hay que llevarlo a la otra bóveda, donde ocupará más espacio que un esqueleto.
Hay un tercer caso, que es el peor. Francisco tampoco sabe explicarlo, pero lo ha vivido y sabe cómo se siente. En algunos casos, el cuerpo sale fresco, descompuesto. No es difícil imaginar la escena. La descomposición es un fenómenos que comienza horas después de la muerte. Primero, el cuerpo se pone rígido, víctima del rigor mortis, y se vuelve muy difícil de manejar. Sobre las partes en declive, gracias a la gravedad, aparecen las livideces, unas manchas moradas, como tumefactas, provocadas por la sangre acumulada, que ya no corre.
Unas horas más tarde cesa el agarrotamiento de las extremidades y el cuerpo, de nuevo, se hace fofo, blandengue; el abdomen, en las fosas iliacas, comienza a tornarse verdoso. Entonces el cuerpo se hincha, repleto de gases provocados por las bacterias; las cuencas de los ojos se desbordan y el muerto pierde la figura humana.
Esa escena puede ser demasiado fuerte. Y más cuando es un familiar del muerto el que tiene que verla. Francisco cuenta que son dos personas allegadas al finado las que asisten a la exhumación. “Muchas veces traen otro montón de personas, hasta niños, que tienen que quedarse esperando afuera. Vienen como de paseo”, dice el sepulturero.
Las inhumaciones, en cambio, tienen otras complicaciones. El San Pedro es un cementerio de bóvedas y galerías. Hay seis pisos de bóvedas. No es fácil llegar hasta arriba con un ataúd. Para hacerlo, con cuidado, tienen que subir al cajón en un montacargas. Es un proceso engorroso en el que participan tres personas.
Por si fuera poco, no es solo subir el cajón hasta arriba, sino meterlo con precisión en el hueco. Para que ruede bien por el hoyo, cuenta Francisco, artesanalmente hacen unos rodillos con palos de escoba, de manera que se pueda deslizar hasta el fondo de la fosa. “Muchas veces pasan los cuatro años y sacamos el ataúd y los rodillos están intactos y siguen sirviendo. Eso es increíble”.
Otras veces, los problemas los ponen los vivos. El San Pedro es un reflejo de Medellín. En un comienzo, por allá en 1842, se creó para fungir como camposanto de los ricos, lo opuesto al San Lorenzo. Pero llegó el siglo XX con su vorágine de desplazados y de violencia. La ciudad se convirtió en una máquina de guerra y de muertes en la segunda mitad del siglo, y los cementerios no daban abasto.
Entonces, el cementerio que fuera de los ricos comenzó a adoptar a todos, víctimas y victimarios de la guerra. Cada tanto hay entierros inverosímiles en los que los asistentes llegan borrachos, dando tiros al aire y quemando pólvora: “Se ponen muy groseros con el sepulturero. Cuando la situación está muy complicada, uno tiene que irse y esperar a que las cosas se calmen”.
La jornada comienza temprano en el San Pedro, antes de las 8 de la mañana. Son seis las exhumaciones que se hacen todos los días, siempre a la misma hora. Los entierros, dice Francisco, son cuatro en promedio. El día es tranquilo por lo general, sin mayores sobresaltos.
Pero siempre hay sorpresas porque, aunque no parezca, la muerte es dinámica; hasta un cuerpo yermo, tendido en ataúd, tiende posibilidades insospechadas.
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Gordo Lindo quiere construir un “Hollywood montañero” en el cerro donde se estrelló el avión de Chapecoense
En el sitio ya hay un “ecoparque” y se visiona un hotel para el futuro
Hay en La Unión un negocio que ha despertado algunas polémicas. Es un restaurante al que su dueño, Jaime Carmona, llama ecoparque. Jaime es conocido como Gordo Lindo y, cuando le preguntan su nombre de pila, dice que lo olvidó hace mucho tiempo. Pues bien, Gordo Lindo es el propietario de la tierra adyacente a donde cayó, el 28 de noviembre de 2016, el avión en que viajaba el equipo Chapecoense.
Gordo Lindo no estaba ese día, pero uno de sus trabajadores, don Miguel, sintió el estruendo de una de las tragedias más grandes de la historia del deporte. Fueron 71 personas entre jugadores, directivos, periodistas y tripulantes las que murieron esa aciaga noche en la que no paró de llover.
En Medellín y en La Unión se hicieron decenas de homenajes a los fallecidos. El gobernador de Antioquia de la época, Luis Pérez, prometió construir un memorial en el sitio en el que cayó el avión. Desde el sector público se anunciaron grandiosas ideas sobre el memorial, pero todo quedó sobre el papel.
Acá entra en acción Gordo Lindo, quien ha pasado toda su vida en la vereda Pantalio, donde se estrelló el avión. Cuenta, sentado en uno de los taburetes de su negocio, que la gente comenzó a llegar de manera espontánea.
—Un día estaba yo ordeñando mis vacas—cuenta Gordo Lindo— y un señor me preguntó que dónde podía parquear su carro. Le dije que por ahí en un bordito y eso hizo. Entonces, yo tenía un toro por ahí, y ese animal le empezó a dar al carro y le hundió las latas. El señor me empezó a reclamar y yo le dije que cuadrara con el toro, ja, ja.
El visitante era, según Gordo Lindo, una de las “miles” de personas que llegaban a conocer el lugar. Se encontraban con que no existía el prometido mausoleo. Solo estaba la montaña, invariable,y la brisa fría que mece los árboles sombríos.
—Entonces—continúa Gordo Lindo— yo les prestaba el baño a las personas que llegaban. Les daba tinto, porque también llegaban preguntando por café, y las atendía. Ahí se creó una necesidad.
Hace tres años que Gordo Lindo vio la llamada necesidad y montó un restaurante. Dice que empezó con dos mil pesos y que “Dios le dio el proyecto para atender al mundo entero”.
El ecoparque de hoy tiene un rancho restaurante en el que se prepara a diario sancocho de gallina. Gordo Lindo dice, solo sabe él si es una hipérbole, que los domingos venden 1.500 almuerzos. Hay caballos para dar un paseo por las colinas, un sendero para caminar hasta el sitio en el que se estrelló el avión.
También hay una capilla, un mural con las fotografías de los muertos y unas cruces con los nombres de las víctimas del accidente. Pero el atractivo mayor, que Gordo Lindo muestra con orgullo, señalando ampliamente con el brazo, es un avión real que rememora al de la tragedia.
El avión está puesto sobre un plan y lo bordean unas cintas azules. No es una réplica del avión que chocó en 2016; se trata de un avión viejo, inservible ya, que Gordo Lindo y un socio compraron en Medellín. Para llevarlo hasta el lugar hubo que despiezarlo y llevarlo en varios camiones hasta la entrada a La Unión. Para llegar hasta el sitio del accidente —y del negocio de Gordo Lindo— hay que recorrer seis kilómetros desde la carretera principal.
En la vereda hay otros negocios que ofrecen comidas y tienen pequeños homenajes a Chapecoense: banderas, murales, las llantas de un avión. Pantalio no volvió a ser el mismo lugar desde aquella fatal noche de noviembre.
A Gordo Lindo le han criticado su negocio. Le han dicho que el ecoparque no es más que una manera de lucrarse de una tragedia. Cuando se le menciona eso, retrocede sobre el taburete y responde:
—De todo me han dicho. Pero yo no hago esto por lucrarme. Esto es un proyecto que Dios me puso y él me ha ayudado para que crezca. Fue Dios el que me puso esto acá, es de él.
Gordo Lindo piensa en grande su proyecto. Dice que con la ayuda de Dios lo convertirá en un Hollywood montañero. ¿Cómo es eso? No lo explica muy bien, pero lo imagina con juegos para los niños, luces, un hotel y cabañas.
—Esto acá es para atender y hacer feliz al mundo. Para eso me mandó Dios.
Y es cierto que muchos turistas vienen de otras latitudes a conocer el lugar de la tragedia. Un viernes en la tarde, por ejemplo, un turista noruego, rubio y luciendo una camiseta deportiva, llegó hasta el lugar y cabalgó por las colinas en uno de los caballos. Gordo Lindo, bromeando, le dijo que solo sabía dos palabras en inglés, pero que esperaba que se fuera feliz para su país.
Hay un proyecto inmediato del que Gordo Lindo no quiso dar detalles, porque piensa que es mejor no anunciar las cosas antes de tiempo, pero tiene que ver con la creación de su Hollywood montañero. ¿Serán hospedajes? ¿Un hotel, un glamping? Habrá que esperar unos cuatro meses, dice el dueño del lugar.
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¿Cómo es vivir en una casa rodante? Historia de una familia viajera de Medellín
Desde hace más o menos un año los habitantes del barrio Carlos E Restrepo notaron la presencia de nuevos vecinos. En algunas de las calles aparecieron, por primera vez en la larga historia del vecindario, enormes carros-casas parqueados. Esto sucedió por dos razones sencillas. Con la remodelación del parque de La Floresta, terminada en 2021, se eliminaron las bahías donde hasta entonces los viajeros aparcaban sus casas rodantes. Y la segunda es que Duqueiro Mazo, un hombre de Medellín, pero de vida errante, compró su casa rodante y la parqueó en Carlos E, el barrio en que vive su mamá.
Duqueiro es un hombre de edad media, casado y con dos hijas. Después de que parqueó en Carlos E, otros viajeros lo imitaron. Pero la historia de Duqueiro es diferente al viajero tradicional. No se parece a la del argentino que viaja en su pequeña casa rodante y se detiene unos días en Medellín.
Duqueiro vive en la casa rodante, que desde afuera parece un bus cualquiera. Cuando viaja por Colombia, con frecuencia le estiran la mano pensando que es un vehículo para pasajeros. Pero, una vez se suben las escaleras del bus, es otra cosa: hay una pequeña sala con sillas recubiertas, nevera, lavadora, lavaplatos, fogón, despensas y dos camas.
Ahí vive con su esposa y, aunque estén en Medellín, pasan las noches en el carro. Aunque el espacio es bastante más reducido que en una casa corriente, hay todo lo necesario para vivir cómodamente. Un ventilador ayuda a mantener fresca la temperatura, y un ambientador ofrece un fresco olor a pino que inunda toda la casa rodante.
La vida errante sobre ruedas ha sido un sueño para Duqueiro desde hace muchos años. Entre 1995 y el 2000 trabajó como contador en varias empresas, pero siempre se aburría. Llegado el nuevo milenio decidió renunciar y montar su agencia de asesoría contable junto a su esposa. Desde eso ha mantenido presente una frase que define su vida y que tiene impresa en su carro rodante: Vivir sin jefes.
Duqueiro se subió por primera vez a una casa rodante en 2021, en una exposición en Bogotá. En ese momento se dio cuenta de que el sueño que había rumiado por 20 años podía hacerse realidad. Reunió al fin la plata para comprar un primer tráiler, más pequeño que la casa donde vive ahora, y se fue para un encuentro de casas rodantes en Viterbo, Caldas.
Desde entonces comenzó la vida errante de Duqueiro y su familia, que casi siempre viaja con su esposa y en algunas ocasiones con sus hijas. Como desde 2005 trabaja con mercadeo, puede trabajar desde cualquier lugar y solo necesita un celular con señal.
En 2022 estuvieron viajando casi todo el segundo semestre. Fueron a San Bernardo del Viento, Córdoba, un pueblo junto al mar, y de ahí se fueron bordeando el litoral, pasando por los pueblos de Sucre, Cartagena, Barranquilla y Santa Marta. Luego bajaron a Valledupar, la capital del vallenato, y ahí se quedaron un mes.
La vida de Duqueiro no conoce afán. “La idea es ir conociendo, despacio, entrando a cada pueblo. A cada lugar que llegamos, preguntamos dónde podemos parquear y qué hay por conocer. En el viaje por la costa bajamos hasta Mompox y dijimos que nos quedáramos una noche a ver qué tal, y resultamos quedándonos 10 días”, cuenta.
Pero, ¿cómo es vivir en una casa rodante? Para Duquiero, tal vez la única persona en Medellín que vive en un lugar así, es una pasión. Recuerda que en Barichara parqueó en todo el filo de la montaña. Se despertó rayando el alba, como se dice, y vio el amanecer desde la cama, un espectáculo que no olvidará. “Es como tener el patio que uno elija. Todos los días puedo tener un paisaje diferente”, dice Duqueiro.
Por otro lado, tener una casa rodante permite conocer mucha gente. Cada tanto se hacen encuentros de viajeros en cualquier rincón del país. Alguien convoca y los interesados llegan hasta el lugar a compartir, a hablar de las casas, a jugar bingos, a hacer excursiones. Duqueiro, por ejemplo, está en siete grupos de Whatsapp con dueños de casas rodantes, personas que viven errando, como él, por los pueblos y ciudades de Colombia y de América del Sur, amaneciendo todos los días frente a un paisaje diferente.
Una de las dificultades de esa manera de vivir es el agua. La casa de Duqueiro tiene un tanque de 200 litros que sirve para el baño y la cocina. Cuando viaja solo, que es a menudo, le rinde bastante, pero otra cosa es cuando va con tres personas más, su esposa y dos hijas. “Yo paro a tanquear y digo que, además de diésel, necesito agua. En algunas partes no hay y se empieza a complicar”, comenta.
También hay incomodidades, como cuando alguien lo levanta para que mueva el carro. O el curioso que nunca ha visto una casa rodante y quiere acercarse y mirar a través de las ventanas. Son cosas a las que están expuestos, pero Duqueiro dice que no valen la pena.
En Medellín y viajando, Duqueiro y su esposa duermen siempre en la casa rodante, un estilo de vida particular, extraño para la ciudad. Pero el sueño es seguir errando e ir hasta Ushuaia, en el extremo más austral de América, donde los pingüinos saludan a los viajeros. Hasta allá llegarán rodando.
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La disputa que ha pasado desapercibida en Plaza Botero: una bomba de tiempo
Diferentes concepciones sobre el uso del espacio público están en pugna
En la Plaza Botero se cocina una disputa de baja intensidad. Ese lugar en el centro, donde están las 23 esculturas de Fernando Botero, está bajo el escrutinio público desde hace tiempo: la explotación sexual, los robos, el cercado, el desmantelamiento del cercado. Pero, por debajo, hay una disputa que se viene cocinando y que había pasado desapercibida.
El 23 de noviembre de 2023 se anunció que una “callecita de Provenza” se había inaugurado en Plaza Botero. Para esa fecha se abrieron sucursales de varios restaurantes, todos venidos de Provenza. La noticia se tomó con agrado y se celebró en medio de las malas noticias que usualmente genera este lugar del centro.
Desde entonces es posible ver mesas con manteles en el espacio público y una oferta gastronómica que antes no existía. Los nuevos restaurantes llegaron a compartir el lugar con las mujeres que ejercen la prostitución y que caminan de un lado a otro de la Veracruz; con los venteros sin permiso de Espacio Público que deambulan por allí. Más allá de eso, del contraste muy colombiano, nada más pasó.
Hasta el pasado 24 de febrero, cuando El Colombiano publicó un artículo titulado “¿Van a convertir la Plaza Botero en un nuevo Provenza?”. De inmediato, las críticas cayeron en redes sociales y los usuarios se empezaron a preguntar sobre la recuperación del centro.
Jenny Giraldo, en X, dijo al respecto: “De esto se trata el proyecto de “recuperar el centro de Medellín”. Encarecerlo, gentrificarlo, expulsar a quienes siempre nos la hemos jugado por él a pesar de estar en grave estado de salud, a los que no necesitamos que se “recupere” para habitarlo”.
Dio en el blanco. Justo después de la publicación de El Colombiano, varios venteros de la plaza, que llevan muchos años, se comunicaron con un periodista de Exclusivo Colombia para expresar su inconformismo. Uno de ellos es Alberto Ávila, presidente de Asobotero, una asociación que reúne a artesanos, venteros informales y fotógrafos que se ganan la vida en la plaza.
El artículo del diario antioqueño citaba a Juanita Cobollo, presidenta de la corporación Provenza y dueña de una de los restaurantes que llegaron a Botero en noviembre del año pasado. La líder dijo, en términos generales, que la idea era ocupar el espacio público pagando una cuota por ello a la Alcaldía. Además del restaurante de Cobollo, se anunció la apertura de una sede de El Social, un bar en auge que impusó un concepto que se ha ido expandiendo por el valle de Aburrá.
El meollo del asunto es que los comerciantes viejos como Alberto y muchos otros tienen una visión diferente. Exclusivo Colombia habló con Daniel Silva, dueño de un restaurante en Botero y quien lleva siete años habitando la plaza. El comerciante dijo que no quieren replicar el modelo de Provenza que, a su modo de ver, tiene muchos problemas: “No queremos que esto acá se convierta en un lugar de rumba ni de aglomeraciones de personas. Nosotros llevamos más tiempo acá y hemos pensado el lugar de una manera diferente”.
Y es que Silva ya tuvo un encontró con Cobollo, lo que demuestra que entre los nuevos y los viejos comerciantes hay diferencias. “Yo soy la persona que ella mencionó en la nota, a la que dijo que le mandó a entrar las mesas con los funcionarios de Espacio Público”, precisó.
Silva y otros comerciantes más antiguos están formando una asociación nueva para impedir que la llamada gentrificación los saque del lugar que han habitado desde hace años. La pregunta que hay que hacerse es quién planea cómo hacer uso del espacio público y, principalmente, qué papel cumple la administración pública.
Es claro que hay una puja, dos visiones de lo que debe ser Botero. La ciudad no está del todo al tanto de lo que por debajo se está moviendo en este espacio icónico.
¿Y los venteros?
Otro tema que preocupa es la caracterización de los venteros que ocupan Botero. La actual administración llegó con la promesa de organizar el espacio público. Hasta ahora, sin embargo, los resultados han sido escasos.
Ávila, el líder de los venteros, dijo que hay un desorden que no está permitiendo que los turistas hoy disfruten a plenitud del lugar. Con la promesa de la resolución que les dé permiso para vender, muchos se la pasan de un lado a otro, casi que implorando, con sus productos a cuesta. Si se quedan en un sitio, los funcionarios los hacen mover para otro y eso entorpece todo.
De manera que la disputa no es solo por el comercio, sino también por quién puede estar en la plaza. ¿Qué papel tomará la Alcaldía?
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