
El éxito del reguetón y de otros ritmo ha relegado a la ranchera. Los músicos se la pasan la noche entera buscando clientes, muchas veces de manera infructuosa.
El uniforme azul, de cuerpo completo, con encajes dorados; el moño exuberante en el cuello, los zapatos blancos, impecables. Jairo Loaiza se viste en la tarde, después de dormir hasta pasado el mediodía. Se tira hacia atrás el pelo gris, lo que le da relieve a su cara, a sus pómulos prominentes, a su nariz un tanto desproporcionada. Sale de su casa, impaciente, y a las 5:00 de la tarde, por tardar, está en la esquina de los Mariachis.
Jairo ha pasado la mayor parte de sus noches en la 70 con Colombia, esperando clientes, jugando billar, conversando sobre la acera. A comienzos de los 80, cuando la afición por el tango declinaba, Jairo se metió a cantar rancheras. La voz le daba para interpretar canciones de Antonio Aguilar, de José Alfredo Jiménez, tan de moda en esa época.
“Yo me quedo acá hasta las 4:00 de la mañana, nunca me voy antes”.
Eran los tiempos del frenesí mafioso, de las bacanales traquetas. Hombres estruendosos llegaban ahí, a la 70 con Colombia, y se llevaban a los mariachis a fincas suntuosas, con piscinas, y los ponían a cantar la noche entera, a veces hasta las 9:00 de la mañana. Era el derroche, el amor por los caballos, por las rancheras.
Eso recuerda Jairo en una noche de jueves de 2023. Quedan pocos mariachis de esa época, la mayoría ha muerto. Jairo tiene 65 años y todos los días llega a la esquina bien ataviado, el pelo hacia atrás, los zapatos impecables. No se cansa de esperar clientes, de dejar que las horas, alargadas por la modorra, se sucedan hasta que salga el sol.
—Yo me quedo acá hasta las 4:00 de la mañana, nunca me voy antes.
“Esto ha disminuido mucho, y creo que tiende a desaparecer—Jairo esboza una sonrisa sorda—. Hay mucho mariachi y cada vez menos clientes.
La noche apenas comienza. Algunos trompetistas, sentados en una escalerita, les sacan notas a sus instrumentos. Los tiempos de bonanza no son más que un recuerdo bien atesorado. En la esquina hay un billar que funciona hasta las 4:00 de la mañana, la única distracción de los músicos.
Jairo habla con la jerga del lugar. “Acá se pelusea”, dice, refiriéndose a que los clientes llegan al granel, y son escasos la mayoría de las noches; cuando no pica siquiera uno, Jairo dice que se “blanqueó”, y no tiene de otra que irse para la casa, casi al amanecer, para esperar una compensación del destino.
—Esto ha disminuido mucho, y creo que tiende a desaparecer—Jairo esboza una sonrisa sorda—. Hay mucho mariachi y cada vez menos clientes.
Tal vez, piensa Jairo, a la ranchera le pasa lo que al tango en los 80. Los gustos del público y las exigencias de la industria van cambiando. No hay peor jornada que cuando hay conciertos en el Atanasio. Entonces, los mariachis saben que la blanqueada es muy probable. La gente va en otra honda, consumiendo otra música, y las canciones de José Alfredo, de Javier Solís, Pedro Infante, se van quedando en el olvido, solo viva en la mente de los más viejos.
La música popular, que tiene sus raíces en la ranchera, ha sido una tabla de salvación para los mariachis. Hasta canciones de Diomedes han tenido que montar para no quedar en la irrelevancia. Fabio, un compañero de Jairo, dice que un mariachi ahora tiene que hacer de toda para sobrevivir.

A veces tienen que aguantarse malos ratos de cuenta de los clientes. Como la vez que Jairo y Fabio fueron a San Jerónimo y tocaron en una fiesta. Era un quinceañero, recuerdan. Cuando terminaron de cantar, el cliente les dijo que les pagaba en Medellín. A regañadientes tuvieron que arrancar tras él, pero no contaron con que en la ciudad, ya llegando a la 70 con Colombia, el cliente se les esfumó.
—Creo que los otros le dieron la plata y él se la robó—, dice Jairo—. Ellos no saben cómo vivimos o trabajamos nosotros, pero eso está mal hecho.
Jairo, animado por la conversación, recuerda que una vez fue a tocar, con su conjunto Acapulco, una serenata en Bello. El cliente les había dicho que los necesitaba para congraciarse con su mujer. El conjunto empezó a cantar y la mujer, que estaba herida con su marido, salió a la ventana, con un arma, y les comenzó a disparar cerca de los pies. Saltando, como estuvieran bailando, los músicos esquivaron los tiros.
—Ja, ja, ja, eso ha pasado. A muchos mariachis también les han tirado agua cuando la mujer está enojada—recuerda Jairo—, eso pasa en este trabajo.
A medida que la noche avanza, el aire se hace más fresco y las calles se van quedando solas. Los que tocaban las trompetas se han ido, y solo a la distancia, desde el otro lado de la calle, se escucha la música y las conversaciones del billar.
Jairo no quiere retirarse. A sus 65 años se siente jovial y útil. No es demasiado lo que le da su vida de mariachi, pero le sirve para aportar en la casa y sentirse autónomo. No asume la baja de clientes como una tragedia, sino como algo natural del arte. Jairo, en la noche que se hace más oscura, conserva la dignidad en la palabra, en la manera en que recuerda los tiempos dorados.
—Yo no me quiero ir para la casa. He pasado tantas noches acá que ya soy más de acá. Con esto levanté a mis dos hijos, acá seguiré.