
Julián Alonso Pérez se despertó como cualquier otro día, pero en cuestión de horas su cuerpo dejó de responderle. La parálisis lo atrapó mientras los médicos ignoraban su urgencia. Sin embargo, el agua, que alguna vez fue su pasión, se convirtió en su salvación. Con cada brazada, le ganó la batalla a la enfermedad.
El 2 de septiembre de 2023, Julián Alonso Pérez se despertó sintiendo un cansancio extraño, como si el peso del mundo se hubiera instalado en su cuerpo. No le dio demasiada importancia. Pensó que tal vez era el trabajo o el estrés de la cotidianidad. Intentó caminar, pero algo no estaba bien. En cuestión de segundos, la fuerza en sus piernas y manos desapareció como si alguien le hubiera apagado un interruptor “di unos pasos y cuando me senté, perdí la fuerza en las piernas y en las manos”, recuerda con nostalgia, porque ese fue el instante exacto en el que su plan de vida se interrumpió.
El miedo lo envolvió. Intentó mover los dedos, pero no respondieron. Quiso levantarse sin éxito, pero su cuerpo no le obedecía. Se obligó a pensar que sería algo pasajero, un malestar temporal, pero en el fondo sabía que algo más estaba ocurriendo. Su padre llegó de inmediato y al verlo tan frágil, sin poder sostenerse en pie, lo llevó a urgencias del Hospital Pablo Tobón Uribe. Julián confiaba en que allí encontrarían respuestas. Sin embargo, la indiferencia fue lo primero que encontró “llegó mi papá, me llevó al hospital al Pablo Tobón, el médico me atendió, luego dijo que no era una urgencia, entonces me sacó del hospital. Yo estaba paralizado por completo, no tenía fuerza. Entonces mi padre me llevó como pudo a la sede de urgencias en el barrio Córdoba. Allá me tuvieron desde las 8 de la mañana, me revisaron cuatro médicos y ninguno descubría mi diagnóstico”.
¿Cómo podía no ser una urgencia perder la movilidad en cuestión de horas? ¿Cómo podía un cuerpo, que hasta el día anterior nadaba con destreza, ahora no responder? Pero los médicos lo dejaron ir. Su padre, angustiado, no se rindió. Lo llevó a otro centro asistencial, esperando que alguien comprendiera la gravedad del asunto. Cuando finalmente lo trasladaron a la clínica Fundadores, una neuróloga lo examinó y, sin dudarlo demasiado, concluyó que lo suyo era estrés “al comienzo la neuróloga me dijo que era un nivel de estrés alto”.
Pero Julián sabía que no era estrés. Su cuerpo se estaba rindiendo y él no podía hacer nada para detenerlo. La enfermedad avanzaba sin tregua y luego, cuando intentó desayunar, la angustia se convirtió en terror “después me llevaron el desayuno y mi tráquea estaba cerrada, ya no podía comer ni siquiera un huevo, tampoco agua, me ahogaba con todo, entonces volvieron a llamar a la neuróloga y me trasladaron para una UCI”.
El tiempo se convirtió en un enemigo. A cada hora que pasaba, su cuerpo se paralizaba más. Sus piernas eran dos bloques de cemento, sus brazos no le obedecían, y luego llegó lo impensable: su rostro también empezó a apagarse “al domingo, es decir, casi una semana después dijeron que efectivamente adquirí el síndrome de Guillain Barré. Yo estaba paralizado, también se me paralizó la cara. Fue otro momento traumático. Lloré, fue algo muy duro”.
El síndrome de Guillain-Barré había atacado sus nervios y le estaba arrebatando todo. El hombre fuerte que entrenaba en el agua ahora dependía de otros para absolutamente todo. No podía moverse, no podía comer solo, no podía sostenerse en pie. En sus momentos más oscuros, llegó a pensar que nunca volvería a hacerlo.
Pero Julián no estaba dispuesto a rendirse “contraté a un terapeuta para que me ayudara y poder moverme con toda la actitud. Luego me fui para la finca de un familiar y en la piscina comencé a hacer terapia”.
El agua, que antes era su campo de batalla en el Rugby acuático, se convirtió en su refugio. Allí, donde su cuerpo no pesaba tanto, comenzó a recuperar pequeños movimientos. Al principio apenas podía flotar, luego empezó a mover lentamente los brazos y las piernas. Pero el camino estuvo lleno de obstáculos “tuve muchas caídas que me retrocedieron mucho en mi proceso, estuve casi quieto varios días porque me había jodido un tobillo, entonces no podía ponerme de pie”.
Cada caída era una prueba de fuego. Cada dolor, un recordatorio de que la recuperación no sería rápida ni sencilla. Pero si algo tenía claro era que no estaba solo “la ayuda de Dios fue indispensable, mi papá y mi mamá que fueron incondicionales. Ellos estuvieron atentos, moviéndome y haciéndome cosas, también mis hermanas, mi mejor amiga que se llama María Luisa Ramírez estuvo pendiente de mí mucho tiempo y era la que me movía, la que me activaba, la que me hacía reír. Después llegó una prima quien estuvo pendiente todo el tiempo; todos los del grupo Rugby estuvieron súper pendientes, Santiago fue uno de los que estuvo más pendiente”.
Con paciencia, y con el apoyo de quienes nunca lo dejaron solo, Julián logró su primera gran victoria: ponerse de pie, aunque fuera con ayuda “luego tuve el soporte de un aparato que me sostenía de pie, entonces no me dejaba caer. Con eso también empecé el ejercicio para caminar”.
Pero los triunfos que más lo llenaban de emoción no eran los grandes avances físicos, sino los pequeños momentos de independencia que la enfermedad le había arrebatado “en diciembre fue la primera vez que pude cocinar. En enero cogí por primera vez un carro y en febrero empecé a nadar. Yo llegaba en silla de ruedas, entonces todo el mundo me apoyaba y me ayudaba a meterme a la piscina y así me fui recuperando”.
El club Medellín Underwater no solo le abrió las puertas, sino que le devolvió la esperanza. En cada entrenamiento, rodeado de compañeros que lo apoyaban, encontró la fuerza para seguir adelante. El agua, que alguna vez fue su refugio, se convirtió en su mayor aliada para vencer la enfermedad. Allí, entre brazadas y esfuerzo, recuperó no solo su movilidad, sino también las ganas de seguir luchando.
Cocinar. Conducir. Nadar. Acciones que para cualquiera pueden ser simples, para él eran pruebas de que estaba recuperando su vida. Pero su historia aún no termina. Su cuerpo, aunque más fuerte, sigue en un proceso de recuperación. Y él, que ya ha logrado lo imposible, no tiene dudas de lo que viene “los dos próximos objetivos que tengo es correr y subir escalas”.
Y lo logrará. Porque Julián es la prueba de que la voluntad puede ser más fuerte que cualquier enfermedad, que el cuerpo puede rendirse, pero el espíritu nunca, que, aunque la vida le haya dado el golpe más duro, él se ha levantado. Y seguirá haciéndolo, hasta volver a correr.