Esta es la historia de un viaje accidentado que dio inicio a una nueva era de la aviación en la ciudad
Viajar desde el aeropuerto Olaya es una experiencia agradable para la mayoría: no hay que ir a Rionegro ni pasar por ningún túnel, y el despegue y el aterrizaje ofrecen una vista memorable de la ciudad. Desde un avión que se levanta con rumbo a Urabá, por ejemplo, los pasajeros ven alejarse la pista y ante sus ojos aparecen los edificios de Conquistadores. Luego, la quebrada La Iguaná, que baja desde el occidente, y entonces el avión se encauza hacia el occidente para cruzar el río Cauca.
Pero este relato no tiene que ver con las apreciaciones de un viaje cotidiano desde el aeropuerto de Medellín, sino con una aventura de hace exactamente 100 años, cuando la empresa Scadta, hoy Avianca, trajo dos aviones Fokker de la Primera Guerra Mundial. No fueron los primeros aviones que llegaron a la ciudad, pues en 1913 sobrevoló la ciudad. Fue tal la impresión que la prensa de la época creó una campaña de expectativa sobre el suceso.
“(El avión) recorrió vertiginosamente los primeros treinta o cuarenta metros en el declive del prado, para levantarse con cierta pausa y majestad, con las ondulaciones suaves de una ave enorme, hasta alcanzar una altura de quinientos o seiscientos metros. Iba ya al Occidente del río. Tomó luego la dirección noroeste y sobre los espléndidos campos de Guayabal, Belén, América, Robledo y Belencito, hasta acercarse a Itagüí al regreso, dejó oír el martilleo potente del motor, anunciando a los labriegos espantados la prodigiosa conquista, por el ingenio humano, del espacio infinito”.
Esas líneas corresponden a la edición del 27 de enero del periódico La Organización.
Pero ya hemos dicho que este relato tiene que ver con la traída de los dos aviones Fokker. El relato de la aventura quedó inmortalizado en una crónica del Coronel José Ignacio Forero, quien escribió un libro sobre los inicios de la aviación en Colombia. La crónica sobre el viaje a Medellín está incluida en el libro El periodismo en Antioquia, una compilación de Juan José Hoyos.
En 1924, entonces, a dos hombres les dan la tarea de traer dos aviones desde Barranquilla. Los responsables de esa tarea fueron Ferruccio Guicciardi, un piloto italiano, y el Coronel Forero, el cronista.
El coronel nos cuenta que luego de varias pruebas, el primero de los aviones, bautizado “Medellín”, estuvo listo para hacer el viaje hasta la capital de Antioquia el 15 de diciembre de 1924.
El cronista nos cuenta que despegaron de Barranquilla y bordearon el litoral. Luego viraron y se fueron adentrando en el interior siguiendo al río Magdalena. El viaje estuvo bien hasta que pasaron por Calamar, Bolívar, cuando el avión, dice el cronista, empezó a “estornudar”. Aunque trataron de arreglarlo, se vieron en la tarea de buscar una pista para aterrizar de emergencia.
El piloto italiano, al fin, encontró un terreno junto al río y descendió el avión. Por suerte, cuenta el coronel, un tubo oxidado ayudó a detener a la aeronave.
Piloto y copiloto estuvieron cinco días en Calamar hasta que el avión estuvo reparado. Entonces volvieron a Barranquilla y planearon de nuevo el viaje a Medellín. El cronista nos cuenta que estos aviones tenían un tanque muy pequeño que había que retanquear. El tiempo máximo de vuelo era de dos horas y media.
El 20 de diciembre salieron hacia Medellín. La ruta tenía contemplado hacer una parada en Puerto Wilches, Santander, otro pueblo ribereño, para aprovisionar combustible y seguir el viaje hacia el interior. El Coronel, con sencillez y gracia, cuenta que el tanque se acabó cuando estaban llegando a Puerto Wilches y entonces empezó a “echar ojo” a un lugar despejado para repetir lo hecho en Calamar. Lo lograron otra vez, gracias a unos árboles que detuvieron la nave. Los dos salieron ilesos.
El despegue tampoco fue fácil. Como nadie en el pueblo los ayudó, los dos tripulantes tuvieron que cortar los árboles que les impedían levantar vuelo. Así nos lo cuenta el Coronel:
“Sin amilanarnos, pero tampoco en el colmo de la felicidad por esta serie de menudos pero graves contratiempos, nos pusimos, Guicciardi y yo, a cortar espinos en un largo trayecto, tolerando un largo calor infernal hasta que literalmente no pudimos más. Derrotados por aquella temperatura insoportable y sin siquiera esperar a que los parches pegados se secaran, reanudamos el vuelo hacia Medellín, pensando en que solo faltaría que se nos rompiese una hélice contra algún espino al levantar el vuelo”.
Pero las penalidades no terminaron. Los parches que le habían puesto al avión se comenzaron a despegar y la gasolina se acabó de nuevo. Por fortuna, el piloto indicó que ya estaban sobrevolando Medellín, donde un “gentío” los esperaba a un lado de un potrero de la finca El Guayabal, donde hoy está el aeropuerto Olaya Herrera.
El aterrizaje fue brusco, pues la pista era muy corta, y el cronista cuenta que se dio un golpe en la cabeza que lo puso a “ver estrellas”. Una vez en tierra, el Coronel queda con la misión de que el dueño de la finca, Jesús Sierra, les arrendara un potrero que se pudiera utilizar como pista. Al comienzo, el dueño se negó. El Coronel nos dice: “Y lo curioso es que en forma parecida pensaban por la época la mayoría de los colombianos para quienes eran más importante las vacas que los aviones”.
Finalmente, convencen al dueño de la finca. Después, al Coronel lo espera otra misión más inverosímil que la vivida. En un caballo de la empresa Scadta emprende un viaje a Manizales, que dura cuatro días. ¿La razón? Hoy cuesta imaginarlo:
“Sencillamente se trataba de localizar mangas de emergencia o planadas para nuestros vuelos Medellín-Manizales-Cali”.
Con el éxito de la empresa se abrió la ruta aérea comercial hacia el sur del país. El viajero que sale hoy del Olaya no se imagina cómo comenzó la historia de ese aeropuerto que alguna vez fue un potrero que los aviones invadieron.