
Historia de dos fotógrafos que llevan más de 20 años en la plaza
Cuando Ramón Durango comenzó a tomar fotos en la Plaza Botero, hace 23 años, no existían Instagram, Tiktok o Facebook. El celular más moderno en ese entonces era el Nokia 330, que daba una imagen en tonos verdes y servía para llamar, recibir llamadas y jugar culebrita, poco más. Tomarse una foto implicaba tener cámara y sacar el rollo para irlo a revelar. Los fotógrafos como Ramón se paseaba por la Plaza tomando fotos a una familia y a otra, sin detenerse.
El mundo ha cambiado mucho desde entonces, al menos en apariencia. Medellín es hoy una ciudad turística, muy diferente a la de 2001, que todavía cargaba la cruz de haber sido la ciudad más violenta del mundo durante los años 90. Ahora, la plaza, que está en todo el centro de la ciudad, es lugar de peregrinación de personas de todo el mundo. Los visitantes llegan para visitar las 23 esculturas que Fernando Botero le legó a la ciudad.
El plan, obviamente, incluye tomarse fotos con las esculturas. El objetivo: subir a redes sociales y dejar constancia de la visita. Los turistas, a diferencia del lejano 2001, llegan con sus celulares y posan. Se toman fotos que de inmediato van al archivo de Google y que en segundos se pueden subir a las redes sociales para que todos las vean.
Pues bien, Ramón, como en 2001, así parezca anacrónico, se resguarda del sol y ofrece fotos. Carga dos cámaras, una digital y otra que saca instantáneas. Ramón no hace parte de Asobotero, la asociación que reúne a la mayoría de venteros de la plaza. Él y los demás fotógrafos tienen rancho aparte y sostienen una rencilla con el jefe de Asbotero, Alberto Ávila, un hombre que se pasea con un pito y vigila la plaza. Exclusivo Colombia ya escribió un artículo sobre él.

Pero volvamos a lo que nos atañe en este artículo. Ramón es un hombre optimista. Aunque reconoce que el trabajo se ha venido a menos, dice que el éxito depende de la habilidad del vendedor. Aplica, sin decirlo, aquel adagio de que un buen vendedor vende hasta un hueco. Y eso, más o menos, viene siendo lo mismo que vender una foto impresa en tiempos de Instagram y celulares.
“El trabajo se ha venido a menos, obvio, pero yo puedo decir que nunca me he ido sin un peso para la casa. Cualquier cosa vende uno, lo importante es saber moverse y saber ofrecer”, dice Ramón.
Es un trabajo de persuasión. El cliente bien puede tomarse una foto con el celular y subirla a Instagram de inmediato, pero Ramón contraargumenta: la foto en papel dura más, se pierde si el celular se daña. Después de dar argumentos similares, algunos se animan a sacarse la foto física.
Ramón da dos opciones: la instantánea o la digital. La instantánea tarde unos cinco minutos, la digital unos diez mientras va a un estudio cercano para imprimirla. La digital tiene una ventaja, y es que los bordes están adornados con las esculturas de Botero en un mosaico colorido.
Ramón dice que los gringos no son buenos para tomarse fotos, que convencerlos es como “un parto de mula”. En cambio, los latinoamericanos son más afectos a la foto física. “Los que más compran son los panameños y los dominicanos, también los colombianos”, dice el fotógrafo.
Antes de la plaza Botero, Ramón montó una fábrica de arepas, pero por un inconveniente tuvo que salir de ese negocio. Como ya sabía tomar fotos de manera empírica, pues nunca recibió clases, empezó con su cámara en los alumbrados del río y luego dio en Botero.
A Ramón le gusta su trabajo, tanto así que su esposa, Catalina Torres, es colega porque él la convenció de tomar fotos. Catalina quería trabajar y Ramón se ofreció a enseñarle a tomar fotos. Después de cacharrear con la cámara, Catalina empezó también a tomar fotos instantáneas en los alumbrados del río. Hoy la pareja de esposos llega todos los días desde El Popular y se pasa todo el día en la plaza tratando de convencer a los turistas de que se tomen fotos físicas.

Catalina es igual de optimista que Ramón, pese a que su oficio se haya visto reemplazado casi en su totalidad por los celulares. Ella dice que el secreto es saber ofrecer, tener poder de convencimiento. En otras palabras, saber vender un hueco. “Es que los celulares, por buenas fotos que tomen, nunca van a igualar las que hace una cámara. Eso hay que decírselo al cliente. Nunca va a ser lo mismo una foto con celular”, dice Catalina.
Aunque el mundo ha cambiado mucho desde 2001, cuando no existían Instagram ni los celulares con cámara, los fotógrafos de Botero se han resistido aferrándose a sus cámaras. Hoy quedan unos doce, contando a Catalina y Ramón. Se aferrarán a los obturadores para no desaparecer.