Las puertas de la iglesia permanecen cerradas por cuestiones de seguridad
Las campanas doblan a las 3:45 de la tarde y la caterva de palomas se eleva al cielo. Las puertas de la Catedral Metropolitana están cerradas casi todo el día, salvo en la mañana y al caer la tarde, cuando se celebra misa. Recostados en las puertas enormes, dormidos o alucinando, hay cuatro hombres harapientos, desorbitados, que cargan consigo costales de basura y ropa mugrosa.
Uno de ellos, descamisado, soñoliento, dice que van a abrir las puertas para la misa de 12. Pero si van a ser las 4 de la tarde, por Dios. El hombre está acostado en el atrio, junto a una de las enormes puertas. Alrededor suyo hay basura desperdigada: cajetillas de cigarrillo, botellas plásticas, pedazos de tela, el empaque de unos condones. Al hombre lo sobrevuelan varias moscas.
—Ah, es que yo hago arte— dice el hombre, que toma un pedazo de tela y lo dobla. —¿Sí ve?—.
Es en realidad un muchacho. A pesar de la mugre, su piel es tersa, juvenil. Dice que la Policía lo levanta cada tanto de ese lugar. Él, junto a los otros durmientes, vuelven una y otra vez al mismo lugar, con pipa de bazuco en mano.
En otra de las puertas frontales hay tres hombres. Dos están sentados, pidiendo plata a quien pase, y el otro está dormido y con la cabeza metida dentro de una caja de cartón. ¿Qué es un atrio de una iglesia si las puertas están cerradas? El atrio de la Metropolitana, la iglesia más importante de Medellín, está en el limbo, de espaldas a Dios.
Antes de que doblen las campanas, un hombre menudo llega al atrio. De un morral saca camisetas, medias y pantalones y los extiende sobre las bancas del atrio. ¿Está vendiendo ropa? No, responde, la estoy secando. Dice que vive muy cerca del parque y que lleva la ropa a una lavandería. Como no tenía dónde secarla, un día vio que alguien más extendía la suya en las escalas de las Basílica. Entonces emuló el ejemplo.
No es el único que tiene esa costumbre. Con el cierre de las puertas y el deterioro del Parque Bolívar, el atrio se convirtió en un espacio sin uso y quedó a merced de lo que quieran hacer con él. Eso no está mal, dirá algún transeúnte con razón. Más bien, es el reflejo del caos que es Medellín.
Hay otro hombre que también extiende su ropa mientras cose un pantalón militar. Sobre el cielo se cierne una nube negra que oscurece la tarde. Las palomas, que se cuentan por cientos, están inquietas. “Ellas presienten las lluvia”, dice otro hombre que está sentado más allá del que cose su pantalón. Una tormenta está por desatarse.
Cuchilleros y el cierre de las puertas
Lo que pasa en la Basílica no es nuevo. Conocidas son las historias de que los ladrillos están socavados porque los han raspado para mezclar su ripio con bazuco. El extinto periódico El Mundo publicó un artículo en 2019 en el que se cuenta la historia de una riña dentro de la catedral. En plena misa irrumpió un hombre con una navaja y detrás de él dos energúmenos lanzando palos y piedras.
El de la navaja imploró al cura que lo ayudara, que esos dos hombres lo iban a matar. La persecución llegó hasta un ala de la catedral y ahí desembocó en una garrotera memorable. Así lo cuenta el artículo de El Mundo:
“Batalla campal, con golpes, taburetes que volaban y gritos que espantaban el silencio, aunque apenas unos segundos después ingresaron los agentes de la Policía para controlar la situación. Gresca que, de acuerdo al relato de los trágicos actores, se originó porque el de la navaja había atracado y herido a uno de los dos hombres que fueron tras él. En medio de los nervios y la incredulidad, el padre pudo terminar la ofrenda”.
Después de eso se decidió que era mejor cerrar las puertas durante el día. A los portones tuvieron que forrarlos en láminas de hierro para que la madera original no se siguiera corrompiendo con el ácido de los orígenes. Es una estampa desoladora la del atrio vacío, solo ocupado a ratos por los durmientes y sus chiros.
La Metropolitana, en un principio llamada Basílica de Villanueva, es la más grande en el mundo construida con ladrillos: un millón doscientos mil. Fue inaugurada en 1931, cuando la ciudad vivía un esplendor y en las esquinas del centro se abrían cafés y teatros al mejor estilo de la Belle Époque.
“A la hora de la canónica de vísperas, cuando el sol calcina afuera, entro a la iglesia catedral en pos de los signos. Basílica Metropolitana de Villanueva la llaman los viejos; los jóvenes, que jamás la han visto, pasan de largo sin saber”.
La anterior es una descripción de Fernando Vallejo en la novela El fuego secreto, una oda a la primera juventud. El protagonista, Fernando, entra a la catedral y se pregunta por sus secretos:
“¿Qué habrá en ella y en sus anexos socavones de sombra abovedada? ¿El templo subterráneo de un secreto?”.
El recorrido del protagonista termina en una suerte de premonición de lo que sería el futuro de la Basílica de Villanueva:
“Único fiel en la nave mayor, en su última banca, enciendo el pequeño cigarro que traigo, ya forjado, en el bolsillo de la camisa. Y en las volutas caprichosas del humo de los hachidis, humo imperecedero, humo inefable, asciende hacia las altas bóvedas mi imploración, mi súplica”.