
Pocos saben lo que se esconde en el taller de Héctor Hugo Pérez: un artista autodidacta con obras extraordinarias. Desde Bello, Antioquia, habla por primera vez de un episodio que marcó su vida: la caída al vacío cuando tenía solo cuatro años. Hoy, sueña con llevar su arte al mundo y abrir una escuela para formar nuevas generaciones.
A los cuatro años, Héctor Hugo Pérez Hernández fue lanzado al vacío. No recuerda el golpe, pero sí el grito de su madre. También recuerda la sangre, la confusión y el hospital. Lo siguiente fue un dolor largo y silencioso: su cuerpo se recuperó, pero sus manos quedaron marcadas para siempre. Las mismas manos que hoy sostienen un pincel.
Héctor es el menor de 23 hermanos y nació en San Juan de Urabá, un pueblo de casas bajas y tierra caliente. Creció en un hogar atravesado por dificultades económicas y disputas familiares. Aquel día, en medio de una riña, su destino cambió. Su padre discutía con un primo cuando, de un momento a otro, Héctor terminó en el suelo, herido “desde ahí empecé a sufrir de asma y a perder movilidad en mi mano. Estuve hospitalizado por mucho tiempo”, dice.
Su madre, joven y sin muchas respuestas, se aferró a la fe y a la esperanza de que su hijo saldría adelante. Pero nadie le explicó cómo se curan las heridas invisibles.
La infancia de Héctor estuvo marcada por el rechazo. En un pueblo donde todos se conocen, era el niño diferente “el bullying estaba todo el tiempo presente. Yo no quería salir de mi casa, no tenía amigos. Mi mamá me obligaba a ir al colegio con yesos y vendas en la cara. La gente se burlaba”, recuerda.
Creció con tristeza y la sensación de ser ajeno al mundo. Pero un día encontró refugio en algo que nadie podía arrebatarle: el arte. Todo empezó con un trozo de carbón. Héctor descubrió que, al dibujar, algo dentro de él se calmaba. Primero fueron figuras en el suelo, luego en las paredes, después en papel. Dibujaba lo que sentía, lo que soñaba, lo que no podía decir en voz alta. En el colegio, sus profesores notaron su talento.
“Me pedían que decorara las carteleras y las paredes. Mis compañeros me pagaban para que les hiciera los trabajos de artística. Al final, yo sacaba malas notas porque dejaba el mío para lo último”, cuenta entre risas
Cuando terminó la secundaria en Angostura, supo que quería estudiar artes plásticas. Pero en su pueblo no había opciones. La única carrera disponible era licenciatura en lengua castellana, así que la tomó “no me arrepiento. Me permitió unir mis dos pasiones: el arte y la enseñanza”, dice. A lo largo de los años, ha trabajado como profesor y ha guiado a otros en el camino del arte. Pero su verdadera conexión con la pintura nunca se rompió.
Hoy, a sus 37 años, Héctor vive en Bello, Antioquia. Su taller, ubicado en su propia casa, es su templo. Allí, entre pinceles, lienzos y óleos, se encuentra consigo mismo “cuando estoy en mi taller, no necesito nada más. Mis manos y mi imaginación son suficientes”, dice. Su técnica es autodidacta. Ha experimentado con acuarela, óleo, acrílico y lápiz. Ha esculpido en plastilina, arcilla y barro. Ha retratado paisajes, cuerpos y hasta emociones.
En su casa solo conserva una de sus pinturas: un desnudo “para mí es una de mis mejores adquisiciones. Se lo hice a una amiga, pero por diversas circunstancias ella no se lo ha llevado”, confiesa. Sus obras no son solo cuadros, son partes de él “cuando pinto y entrego una obra, es como si diera en adopción a un hijo. Me queda un vacío, pero también la satisfacción de que alguien más lo va a valorar”, explica.
Héctor ha pintado mucho, pero siente que aún le falta. Quiere seguir aprendiendo y perfeccionando su técnica. También quiere explorar más la escultura. Su mayor sueño es abrir una escuela de arte, un espacio donde pueda enseñar lo que ha aprendido a quienes, como él, buscan en el arte una forma de sobrevivir. También es un enamorado de la poesía.
“Si no fuera por el arte, no estaría vivo”, dice. Y no es una metáfora. Es una verdad que ha pintado con sus propias manos.