Alberto, el controvertido ventero que cuida la Plaza Botero de Medellín
Es el líder de la asociación de venteros Asobotero. Pese a que se muestra dadivoso, tiene sus contradictoras
Álberto Ávila se muestra como un hombre dadivoso. No lo dice, pero llama a la gente para que hable por él, para que cuente lo que ha hecho por los demás. A un vendedor de gafas, que se pasea con un icopor para exhibir sus productos, le conmina a contar la vez que lo llevó a pasear al parque Juan Pablo Segundo. Y así se la pasa buena parte del día, saludando de mano a los que pasan por la Plaza Botero, con un pito en la boca, un chaleco verde y una escarapela.
Alberto es el presidente de Asobotero, una agremiación que reúne a vendedores de artesanías y fotógrafos que se ganan la vida en la plaza. Son los que están dentro de las vallas que puso la Alcaldía, una estrategia que llamó el “Abrazo a Botero”. Fuera de las vallas quedaron los habitantes de calle, centenares de vendedores ambulantes, y el desorden de toda la vida que ninguna administración ha solucionado.
Asobotero ha jugado un papel importante en el cierre de la plaza. Alberto, a la cabeza de los 75 venteros que conforman la agremiación, ha tomado el papel de policía civil. Con un carné de la Policía Nacional, llega muy temprano a la plaza. En la mañana levanta a los habitantes de calle que han pasado la noche en los jardines. Anda con un pito en la boca y lo acciona para llamar la atención.
Con la satisfacción del deber cumplido dice que la plaza no es la de antes. “Ya no hay esa pestilencia en los jardines, ni hay robos dentro de las vallas. El desorden se quedó por fuera”, comenta, orgulloso.
Y es cierto, la plaza no huele a la podredumbre que era hace un año. Adentro todo parece marchar bien, sin mayores sobresaltos. Pero unos metros fuera de las vallas, en dirección al Parque Berrío, hay un muladar que expide un hedor insoportable. A la vista de todos, hombres y mujeres hacen sus necesidades al aire libre, junto a un CAI de la Policía, y el suelo se ha convertido en un charco pestilente.
La influencia de Asobotero se limita al interior de la plaza, y no es absoluta: en el costado sur hay decenas de mujeres dedicadas a la prostitución, y son ellas las que mandan en esa zona. Aun así, Alberto se ha convertido en una autoridad del lugar. En la tarde de un jueves, un hombre exaltado se le acerca y le cuenta que hay unos “carechimbas” que otra vez están estafando a los mexicanos. Ajustándose el carné que le cuelga del cuello, Alberto llama a los policías y pone la queja.
Luego camina con la frente en alto, altivo, saludando de nuevo a los venteros que hacen parte de la asociación. Alberto dice que lleva 20 años en Botero, y en ese tiempo ha visto de todo, entre ello varios asesinatos. “Esta plaza es todo para mí, significa mucho”, dice.
“Hay unas personitas acá que solo critican y no trabajo. Yo me mantengo volteando, dando la cara por la plaza, y ellos no lo hacen”.
La imagen del ventero convertido en patrullero puede parecer pintoresca. Hay otros que no piensan lo mismo. En Botero hay varios venteros que no creen en Asobotero, y acusan a Alberto de excluirlos. Para ellos, el patrullero civil se ha querido adueñar de la plaza, que es un espacio público que les “da de comer” a todos.
Un vendedor de sombreros dice que Alberto llegó después de él y se ha sentido fastidiado y perseguido. Hace unos meses, el vendedor de sombreros golpeó a Alberto por una discusión, una “calumnia”, dice, y la Policía tuvo que intervenir. Otro ventero cuenta que hace años tuvo un encontrón con el presidente de Asobotero, y la cosa también terminó a los golpes.
Alberto se defiende y dice que sus detractores siempre hablarán mal de su trabajo: “Hay unas personitas acá que solo critican y no trabajo. Yo me mantengo volteando, dando la cara por la plaza, y ellos no lo hacen”. Alberto se muestra dadivoso, de nuevo, e invita a sus contradictores a tomar un tinto para arreglar las diferencias. Dice: “Yo soy así, yo vivo para servirle a la gente. Le hice una promesa a Dios de que iba a servir, y eso estoy haciendo”.
Más allá de la controversia entre los venteros, la estampa de Alberto abre la pregunta de hasta dónde pueden interferir los civiles en la toma de decisiones en los espacios públicos. La nueva administración de la ciudad tendrá que tomar la decisión de seguir o no con el llamado Abrazo a Botero, y eso puede cambiar las cosas de manera radical.
Darío Gómez tiene su evangelizador sobre la Tierra: esta es su historia
Wílmar Quintero es un fanático del Rey del Despecho que cada ocho días limpia la tumba del ídolo.
La voz de Darío Gómez resuena en el Parque Berrío. Es viernes, 2:00 de la tarde, y el sol cae casi perpendicular. Desde la estación del metro se escuchan las letras tristes, desgarradas: tú, que turbaste mi mente, la falsedad te vendió. No hay derecho a que mi suerte me castigue sin razón. Darío Gómez está muerto, pero su voz, al menos una muy parecida, está ahí, en el centro de Medellín, en una tarde calurosa, y la gente se detiene, presta atención al melodrama, aplaude.
No es Darío Gómez quien canta, es Wílmar Quintero, un hombre bajo que lleva zapatos de charol, pantalón negro bien planchado, saco blanco, camisa y corbatín. Se mueve bajo un almendro que le ofrece su sombra y que atenúa el calor de la tarde. Wílmar tiene un parlante rodante en el que amplifica su canto, y se va moviendo por las baldosas del parque. Detrás suyo hay un hombre que, de cuclillas, hace muecas de dolor, como si el fuego abrasara su piel, y aprieta una botella plástica, llorando, quejándose, casi aullando.
—Esta canción, escúchenla—dice Wílmar alzando la voz, con énfasis—, es de las primeras que grabó Darío Gómez. Presten atención a la letra.
El show continúa en el Parque Berrío. En las escaleras del metro hay decenas de escuchas, casi todos hombres, que prestan atención a cada movimiento del cantante. Hay un vendedor de helados, Helados El Bacán, que ofrece conos a los espectadores. Alguien más pasa tarareando la canción que Wílmar canta a la distancia.
Wílmar tiene 40 años, nació en Cocorná y no tiene hijos. Hace poco tuvo una relación, convivió con una mujer, pero no resultó bien. Lo suyo, dice entre risas, es más el despecho que el amor. Tenía seis años cuando tomó conciencia de las canciones de Darío Gómez. Eran muy escuchadas en el campo, allá en Cocorná, y entonces se dejó seducir por las letras, el dolor que imprime el Rey del Despecho.
“Hay gente que se acerca y me dice que estoy haciendo mímica, que no estoy cantando. Después se sorprenden y me dicen que canto muy parecido”.
Dice Wílmar que se sabe más de 500 canciones de Darío Gómez, desde las primeras hasta la última que grabó. Hay una en particular que recuerda con amor, o con un despecho pueril: Ocuparon tu lugar.
—En el colegio me enamoré de una niña. Ella me rechazó, y al tiempo conseguí una noviecita—Wílmar sonríe al recordar—. Al darse cuenta, la primera vino a buscarme, y le dije, con la canción, “ocuparon tu lugar”. Era una cosa de niños.
El fanatismo por Darío Gómez fue creciendo en el corazón y la garganta de Wílmar. No solo le gustaba escuchar sus canciones, sino también cantarlas imitando al ídolo, haciendo las mismas inflexiones, subiendo y bajando el tono como el Rey del Despecho. Porque, más que cantante, Wílmar es un imitador.
—Hay gente que se acerca y me dice que estoy haciendo mímica, que no estoy cantando. Después se sorprenden y me dicen que canto muy parecido.
Bajo el laurel, que arriba se mueve levemente por la brisa, el cantante recuerda el día en que conoció al ídolo. Fue en un concierto en una discoteca. Metido en el público, extasiado, Wílmar agitaba una pancarta enorme que él mismo había hecho. Llevaba la consigna de que quería conocer a Darío. Este vio el letrero y ordenó que “subieran a ese muchacho a la tarima”.
—Fue la felicidad más grande—recuerda Wílmar—. Me subí y me dio la tembladera, la lloradera, qué más iba a hacer con el ídolo ahí. Entonces cantamos juntos.
El imitador, en realidad, es un evangelizador. Los fines de semana canta en shows privados, cantinas y discotecas, pero sale a las calles para que la gente recuerde al ídolo, para que escuchen sus canciones; va de un parque a otro recordando las más viejas, que casi nadie recuerda, para hacerlas sonar de nuevo. Wílmar es el evangelizador de Darío Gómez sobre la Tierra, el cultivador de su legado.
Cada ocho días va a la tumba del cantante, en Campos de Paz, y se queda un rato allí, recordándolo. En el parlante reproduce sus canciones, a veces canta. Con las manos limpia la placa que la lluvia y la tierra ensucian. En el Parque Berrío, bajo el almendro y el pasar incesante de la gente, dice:
—Con él hasta el final. Voy a cantar sus canciones hasta que me muera.
Una noche en la esquina de los mariachis: crónica de una música venida a menos
El éxito del reguetón y de otros ritmo ha relegado a la ranchera. Los músicos se la pasan la noche entera buscando clientes, muchas veces de manera infructuosa.
El uniforme azul, de cuerpo completo, con encajes dorados; el moño exuberante en el cuello, los zapatos blancos, impecables. Jairo Loaiza se viste en la tarde, después de dormir hasta pasado el mediodía. Se tira hacia atrás el pelo gris, lo que le da relieve a su cara, a sus pómulos prominentes, a su nariz un tanto desproporcionada. Sale de su casa, impaciente, y a las 5:00 de la tarde, por tardar, está en la esquina de los Mariachis.
Jairo ha pasado la mayor parte de sus noches en la 70 con Colombia, esperando clientes, jugando billar, conversando sobre la acera. A comienzos de los 80, cuando la afición por el tango declinaba, Jairo se metió a cantar rancheras. La voz le daba para interpretar canciones de Antonio Aguilar, de José Alfredo Jiménez, tan de moda en esa época.
“Yo me quedo acá hasta las 4:00 de la mañana, nunca me voy antes”.
Eran los tiempos del frenesí mafioso, de las bacanales traquetas. Hombres estruendosos llegaban ahí, a la 70 con Colombia, y se llevaban a los mariachis a fincas suntuosas, con piscinas, y los ponían a cantar la noche entera, a veces hasta las 9:00 de la mañana. Era el derroche, el amor por los caballos, por las rancheras.
Eso recuerda Jairo en una noche de jueves de 2023. Quedan pocos mariachis de esa época, la mayoría ha muerto. Jairo tiene 65 años y todos los días llega a la esquina bien ataviado, el pelo hacia atrás, los zapatos impecables. No se cansa de esperar clientes, de dejar que las horas, alargadas por la modorra, se sucedan hasta que salga el sol.
—Yo me quedo acá hasta las 4:00 de la mañana, nunca me voy antes.
“Esto ha disminuido mucho, y creo que tiende a desaparecer—Jairo esboza una sonrisa sorda—. Hay mucho mariachi y cada vez menos clientes.
La noche apenas comienza. Algunos trompetistas, sentados en una escalerita, les sacan notas a sus instrumentos. Los tiempos de bonanza no son más que un recuerdo bien atesorado. En la esquina hay un billar que funciona hasta las 4:00 de la mañana, la única distracción de los músicos.
Jairo habla con la jerga del lugar. “Acá se pelusea”, dice, refiriéndose a que los clientes llegan al granel, y son escasos la mayoría de las noches; cuando no pica siquiera uno, Jairo dice que se “blanqueó”, y no tiene de otra que irse para la casa, casi al amanecer, para esperar una compensación del destino.
—Esto ha disminuido mucho, y creo que tiende a desaparecer—Jairo esboza una sonrisa sorda—. Hay mucho mariachi y cada vez menos clientes.
Tal vez, piensa Jairo, a la ranchera le pasa lo que al tango en los 80. Los gustos del público y las exigencias de la industria van cambiando. No hay peor jornada que cuando hay conciertos en el Atanasio. Entonces, los mariachis saben que la blanqueada es muy probable. La gente va en otra honda, consumiendo otra música, y las canciones de José Alfredo, de Javier Solís, Pedro Infante, se van quedando en el olvido, solo viva en la mente de los más viejos.
La música popular, que tiene sus raíces en la ranchera, ha sido una tabla de salvación para los mariachis. Hasta canciones de Diomedes han tenido que montar para no quedar en la irrelevancia. Fabio, un compañero de Jairo, dice que un mariachi ahora tiene que hacer de toda para sobrevivir.
A veces tienen que aguantarse malos ratos de cuenta de los clientes. Como la vez que Jairo y Fabio fueron a San Jerónimo y tocaron en una fiesta. Era un quinceañero, recuerdan. Cuando terminaron de cantar, el cliente les dijo que les pagaba en Medellín. A regañadientes tuvieron que arrancar tras él, pero no contaron con que en la ciudad, ya llegando a la 70 con Colombia, el cliente se les esfumó.
—Creo que los otros le dieron la plata y él se la robó—, dice Jairo—. Ellos no saben cómo vivimos o trabajamos nosotros, pero eso está mal hecho.
Jairo, animado por la conversación, recuerda que una vez fue a tocar, con su conjunto Acapulco, una serenata en Bello. El cliente les había dicho que los necesitaba para congraciarse con su mujer. El conjunto empezó a cantar y la mujer, que estaba herida con su marido, salió a la ventana, con un arma, y les comenzó a disparar cerca de los pies. Saltando, como estuvieran bailando, los músicos esquivaron los tiros.
—Ja, ja, ja, eso ha pasado. A muchos mariachis también les han tirado agua cuando la mujer está enojada—recuerda Jairo—, eso pasa en este trabajo.
A medida que la noche avanza, el aire se hace más fresco y las calles se van quedando solas. Los que tocaban las trompetas se han ido, y solo a la distancia, desde el otro lado de la calle, se escucha la música y las conversaciones del billar.
Jairo no quiere retirarse. A sus 65 años se siente jovial y útil. No es demasiado lo que le da su vida de mariachi, pero le sirve para aportar en la casa y sentirse autónomo. No asume la baja de clientes como una tragedia, sino como algo natural del arte. Jairo, en la noche que se hace más oscura, conserva la dignidad en la palabra, en la manera en que recuerda los tiempos dorados.
—Yo no me quiero ir para la casa. He pasado tantas noches acá que ya soy más de acá. Con esto levanté a mis dos hijos, acá seguiré.
Brujería, drogas y durmientes en las bóvedas: el olvido del cementerio San Lorenzo
Aunque hay planes para recuperar el espacio, el espacio es tierra baldía, propicia para actos ilegales
Las bóvedas están vacías. Solo se escucha el arrullo triste de las palomas. Una rata grande, blanca, pasa de una galería a otra, corriendo, en el día. Desde afuera, el cementerio parece una colmena vacía, sin vida. Solo el olor a marihuana, que oscila al vaivén del viento, recuerda que hay gente alrededor.
El cementerio San Lorenzo fue inaugurado en 1828. Nació gracias a las reformas de los Borbones que, una vez llegados al trono, se propusieron cambiar las cosas en el Nuevo Mundo. Hasta comienzos del siglo XIX, en la América hispana se enterraban los muertos en las iglesias. La descomposición de los cuerpos bajo las parroquias se convirtió en un asunto de salud pública, y la orden llegó desde España: hagan cementerios para sus muertos.
Lisbeth Montoya, líder del barrio Niquitao, donde está el cementerio, recuerda que desde hace por lo menos una década les prometieron que allí, sin que se destruyera el cementerio, se construiría una Unidad de Vida Articulada, un parque en el que la gente pudiera encontrarse y recordar la historia patrimonial de la ciudad. Eso no pasó, por supuesto, y hasta hoy la gente espera que algo pase con el cementerio.
Con la inauguración del San Pedro, en 1842, el San Lorenzo se convirtió en el cementerio de los pobres y así se mantuvo hasta la década del 80, cuando sus cuerpos fueron exhumados para llevarlos al Universal. Las tumbas están vacías desde entonces, y la promesa de convertirlo en un parque abierto a la comunidad ha sido solo una quimera.
La parte central del cementerio está enrejada. Frente a la verja está el celador, un hombre afable, muy conversador, que cuenta historias con generosidad. Dice que lleva varios años allí cuidando las tumbas vacías. Con las llaves en las manos, jugando, relata lo que ha visto en este tiempo.
Hubo un tiempo en que una persona del barrio se quedó sin trabajo. Sin dónde dormir, sin plata para comer, terminó pasando las noches en una de las tumbas. No es el primero ni el último que ha adaptado una bóveda como casa.
—Oiga, durmió como cuatro meses en una bóveda. Nosotros lo dejamos, porque además nos ayudaba a cuidar el cementerio.
Hoy nadie duerme en las bóvedas, pero los celadores tienen que estar atentos las 24 horas. En la noche, con la anuencia de la oscuridad, parejas furtivas se cuelan para tener una aventura; algunos más se meten a fumar marihuana, a tomar licor y escuchar música, bajo la luz de la luna y el silencio sepulcral.
En el barrio, ante el olvido de la Alcaldía por el cementerio, corren los rumores de brujería y ritos mágicos. El celador, caminando entre las bóvedas, recuerda uno en particular.
Era de noche y por ahí estaban “los de la vuelta”, es decir, los muchachos que mandan en el barrio, los que manejan las plazas de vicio que, dicho sea de paso, abundan por allí. Uno de ellos vio un movimiento entre las bóvedas. Eso les llamó la atención, entonces decidieron acercarse.
Vieron que un hombre de cabello largo, aindiado, presidía una reunión en torno a una llamarada. Los muchachos, que no gustan de la brujería ni de los ritos paganos, le dijeron que se fuera, de buena gana, pero el hombre, con ímpetu, amenazó con echarles una maldición. “Entonces los pelaos, al verlo así de grosero, lo cogieron a garrote, en el suelo, y lo cascaron”, cuenta el celador.
“El indio le estaba haciendo un trabajo a otro man. Dejó un muñeco, que es con el que estaba haciendo la brujería. Era muy cabezón, muy raro. Yo no sentí miedo, yo en esas cosas no creo”
El brujo se levantó como pudo, adolorido, y se fue corriendo. Volvió un rato después con unos policías. Explicó lo que había pasado y, para su sorpresa, los agentes se rieron y le dijeron que estaba “mariqueando”, que nadie lo había mandado a meterse a hacer brujería.
En el suelo quedó un muñeco de cabeza descomunal. “El indio le estaba haciendo un trabajo a otro man. Dejó un muñeco, que es con el que estaba haciendo la brujería. Era muy cabezón, muy raro. Yo no sentí miedo, yo en esas cosas no creo”, relata el celador.
Con ayuda de los muchachos quemaron el muñeco, que ardió con facilidad. El celador todavía tiene la foto de la quema, y la muestra en el celular. Varias veces, él y sus compañeros, han tenido que sacar a supuestos brujos que en la noche se meten en el cementerio. Van por un poco de tierra, comentan, o por un hueso extraviado para sus pócimas.
El abandono estatal ha hecho del San Lorenzo un dormitorio para desgraciados, una plaza de vicio y un aquelarre. En 2021, la entonces gerente del Centro, Mónica Pabón, prometió que, finalmente, el cementerio se convertiría en un parque patrimonial. La promesa quedó en tierra muerta, como las veces anteriores.
En septiembre de este año, la Gerencia del Centro firmó un manifiesto de voluntades con la Alianza Cultural y la fundación Niñas y Niños por la Paz. Esto ha permitido que el cementerio tenga una cara mejor, que se le haya despojado de la maleza que lo cercaba, que se pintaran de nuevo las bóvedas. En la plaza central se han celebrado actividades con niños, que han gozado en el centenario camposanto.
Pero falta mucho para que el San Lorenzo se convierta en un parque, en un referente patrimonial, como tantas veces, y de tantas maneras, se ha prometido. En el silencio frío de la noche, que arrulla a los muertos que ya no están, reinan la drogadicción, los durmientes caídos en desgracia y los brujos con sus aquelarres.
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“O querían aplicar los falsos positivos o estaban drogados”: madre de menor asesinado en brutal masacre, en Pueblorrico.
Impactante relato de la madre de uno de los 6 niños que fueron masacrados por el Ejército, en Pueblorrico en Antioquia, el 14 de agosto del 2000.
Exclusivo Colombia revela una entrevista (en tres episodios) de Argemira Carmona, la madre de Gustavo Adolfo Isaza Carmona de 9 años, quien fue masacrado junto a otros 5 menores en Pueblorrico, Antioquia, el 14 de agosto del año 2000.
La mujer relató el momento de horror que vivió, cuando integrantes del Batallón de Infantería N. 32 Pedro Justo Berrío, de la IV Brigada del Ejército atacaron, en un supuesto acto de equivocación, a 41 niños de la escuela rural de la vereda la Pica, quienes se encontraban en una caminata ecológica. Allí, 6 menores, entre ellos su hijo de 9 años fueron asesinados y 4 más resultaron heridos, incluido su segundo hijo Cristian Daniel Isaza Carmona, quien hoy ya tiene 30 años.
23 años después, la masacre continúa en la impunidad.
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