Conozca el recorrido del grafiti de la comuna 1: el “grafituor” que toma fuerza en Medellín
En Santo Domingo Savio está el Museo Urbano de Memorias, una galería al aire libre que cuenta la historia de esa zona de la ciudad
Eso que está por allá en la montaña, en esa parte empinada, es la comuna nororiental. Ninguna de las 16 comunas de Medellín lleva ese nombre. ¿Qué es, entonces, la nororiental? La respuesta fácil es que está constituida por varias comunas: Manrique, El Popular, Aranjuez y Santa Cruz, todas ellas asentadas en la ladera de la montaña que va a dar con Santa Elena y el oriente de Antioquia. Podría agregarse que sus barrios crecieron con el siglo XX, y que fueron presa de una violencia rabiosa, de una inquina de origen atávico.
Todo eso es cierto, pero la nororiental es más. Los que llegan a Medellín, amén de visitar la plaza Botero y los vestigios del cartel de Medellín, van siempre, sin excepción, a la comuna 13. Se pasean por las escaleras eléctricas, comen paleta de mango biche, se toman fotos, pero, principalmente, hacen un recorrido por una galería de arte urbano a cielo abierto. Los murales cuentan la historia de la comuna, desde la dolorosa Operación Orión hasta el resurgir del barrio.
Los turistas, en cambio, desconocen que la historia de la comuna 13 se extrapola a buena parte de la ciudad. En la comuna 1, es decir, en lo alto de la nororiental, hay una galería igual o más grande que la de la 13, e igualmente simbólica y rica en historia. Es más, hay cosas que no hay del otro lado del valle. Entre Santo Domingo y Granizal está el puente Bicentenario, una estructura de acero que une a los dos barrios. El puente, aunque suene inverosímil, relata el devenir de la comuna, desde el asentamiento de miles de desplazados hasta nuestros días.
Cien años han pasado desde que se construyó Aranjuez, en la década del 20, y le siguió Manrique. Por eso, el puente retrata a un burro: es la representación de tiempos que parecen remotos, cuando las familias, llegadas a la ciudad, subían en burro a las partes altas de la montaña, por caminos sinuosos y empantanados, para levantar sus casas.

En el puente también se ven las casas de “arquitectura criolla”, es decir, las viviendas de uno o dos pisos de ladrillos sin revocar y techos de zinc, de puertas metálicas y escaleras empinadas. Otra parte de la obra está dedicada al tango, la música por excelencia de Manrique durante el siglo pasado. En ese barrio está la casa gardeliana, además de una estatua del zorzal criollo. También hay una ruta turística para conocer los bares en los que todavía suena y se baila el tango.
Como decíamos al comienzo, la nororiental es más que la historia repetida de un barrio empinado dominado por la violencia. La nororiental es un conjunto mucho más complejo que va desde la violencia, por supuesto, pero atraviesa las luchas de las comunidades, la cultura, la música, el arte.
Hagamos un pequeño recuento de la historia de lo que ahora se conoce como la nororiental. En 1923 se inauguró la línea Manrique del tranvía. El sector se había poblado hacía apenas unos años. En 1916, Manuel J. Álvarez compró los terrenos que se convertirían en el barrio Pérez Triana, en Aranjuez. Un año más tarde comenzó la urbanización de lo que sería el barrio Berlín, donde se ofreció vivienda a la clase trabajadora. En 1931 se inició la construcción de la iglesia de Manrique, bautizada como el Señor de las Misericordias, de estilo neogótico. Las fincas en que pastaba el ganado se convirtieron en extensos barrios obreros. La iglesia sigue siendo ícono de la nororiental, y se ofrece a la vista en lontananza con sus torres góticas que pretenden rascar el filo de las montañas.
Ahora bien, esa es la historia de la parte baja, la más antigua. Los barrios altos como El Popular y Santo Domingo obedecieron a un fenómeno diferente, asociado a la migración forzada de miles de personas que llegaron del campo. La herencia campesina todavía es palpable en los barrios: las gallinas revolotean por los patios, los gallos cantan al amanecer y aún es posible encontrar marraneras.

La población de la parte alta de la montaña comenzó a mediados del siglo pasado, después del asesinato de Jorge Elicécer Gaitán. El campo colombiano se convirtió en una trinchera en la que conservadores y liberales se sacaban las tripas. Al respecto, dice la canción interpretada por Garzón y Collazos:
Y al alma del campesino llega el color partidiso
Entonces aprende a odiar hasta quien fue su buen vecino
Todo por esos malditos politiqueros de oficio
Los barrios, como es natural, crecieron de cualquier manera, con el ímpetu de las necesidades. Los campesinos y sus hijos levantaron las casas de adobes como pudieron, algunas al borde de quebradas o en terrenos quebradizos. Había que aprovechar cualquier resquicio libre, tirar abajo la vegetación, rozar y construir.
El Estado llegó unos años después, como pasa a menudo. Ahora está el metrocable y la malograda biblioteca España, rebautizada nororiental.

Toda esa historia de la comuna está recogida en el Museo Urbano de Memorias, el nombre que lleva la enorme galería que han ido pintando en la comuna 1. El líder del proyecto se llama David Ocampo, y es del barrio. Davis cuenta que para recoger la historia de los recovecos de Santo Domingo y sus aledaños, entrevistaron a 2.000 personas, la mayoría ya ancianos, para que contaran cómo habían fundado los vecindarios, levantado la primera iglesia, la primera escuela.
En la investigación descubrieron datos interesantes, como que el barrio Santa Cecilia no se llama así por la santa, sino porque con ese nombre bautizaron a la primogénita de uno de los fundadores del vecindario. La cuadra de los Sanducheros no se conoce así por un negocio de emparedados, sino por un grupo armado que delinquió en los 90.

Pero los murales no cuentan solo la gran historia, por decirlo de alguna manera, sino que van a los que en la historiografía se conoce como microhistoria, lo cotidiano que no parece relevante ante el conjunto, pero que sin duda encierra la esencia del todo. Uno de los murales, por ejemplo, hace homenaje a Tomás, un perro criollo que fue envenenado en el barrio. ¿Cuántos tomases hay en la historia de Santo Domingo? ¿Por qué alguien descarga su furia asesina contra un animal indefenso?
Aunque en la comuna 1 quieren posicionar el recorrido, que hasta ahora pasa de agache bajo la popularidad de la comuna 13, los creadores tienen claro que no quieren un turismo masivo que arrase, como ya ha pasado en la 13. Quieren contar la historia del barrio con las decenas de murales, pero no hacer de él un espectáculo que degrade y pisotee la historia de la famosa comuna nororiental.
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El tango en Medellín: crónica del épico viaje del cuerpo de Carlos Gardel hasta Buenos Aires
La peripecia duró un mes. Acá contamos la historia
Hay en la novela El cielo que perdimos, de Juan José Hoyos, una escena dramática sobre la afición tanguera de Medellín. Cuenta el narrador que una artista argentina llegó a la ciudad con la idea de un performance particular: quemar una estatua gigante de Carlos Gardel, el ídolo de multitudes. Cuando iban a prender fuego a la figura, una caravana de buses llegó desde Manrique, el barrio tanguero por antonomasia. Una turba furibunda aulló y protestó, saliéndose de la ropa, ante el ídolo que se derretía, una afrenta para su público.
Bien conocida es la historia de la trágica muerte de Carlos Grdel en Medellín, en 1936. Pero cayó en el olvido lo que ocurrió siete meses después del accidente. El cuerpo del ídolo fue trasladado desde Medellín a Buenos Aires, primero en ferrocarril hasta el Suroeste de Antioquia, luego a lomo de mula y otra vez en tren hasta el puerto de Buenaventura; el periplo del cadáver continuó por el Pacífico hasta Panamá, para luego tomar el norte hasta Nueva York y ahí sí, hacia el sur, a Buenos Aires.
La semana pasada se celebró en Medellín la Feria Internacional de Tango con un acto especial en el cementerio San Pedro, donde el zorzal criollo, como se le conoció al cantante, reposó los primeros seis meses de su descanso eterno. Cuesta imaginar cómo es que un ídolo muerto hace casi 90 años sigue generando pasiones. Con una pareja bailando, haciendo una interpretación de la vida y la muerte, se conmemoró la historia de Carlos Gardel.

El traslado del cuerpo
El traslado del cuerpo del ídolo ocurrió solo seis meses después del deceso y tuvo más que ver con un motivo político que con el fervor popular. Desde Argentina se pidió permiso para repatriar el cuerpo, pero la ley colombiano contemplaba que los cadáveres solo se podían exhumar pasados cuatro años, esto por cuestiones sanitarias. Argentina tuvo que pedir permiso al presidente colombiano, a la sazón Alfonso López Pumarejo.
Resulta que en Argentina la prensa había puesto sus ojos en el llamado negocio de la carne, un trato que tenía el país con Estados Unidos y el Reino Unido. La polémica había comenzado en 1933 cuando el senador Lisandro de la Torre denunció que el negocio de la carne estaba tomado por un monopoly extranjero que operaba con el beneplácito del gobierno argentino.
El país había llegado a un acuerdo con el Reino Unido que incluía, por ejemplo, que la carne se negociaría a un precio menor al señalado por el mercado internacional. En 1935 se denunció que varias empresas, con el beneplácito de varios ministros, evadían impuestos. La polémica llegó a niveles de efervescencia incalculados y el gobierno argentino se vio contra las cuerdas.
Entonces había que plantar una cortina de humo que opacara el tema de la carne y la corrupción. ¿Cuál fue la solución? Evidente: pedir la repatriación de Carlos Gardel, el ídolo. La toma de esa decisión también se debe a que Uruguay, que reclamaba ser la patria del cantante, ya había comenzado los trámites para recuperar los restos del zorzal.
La noticia de la muerte había impactado profundamente a los porteños. Cuentan que las emisoras de radios decidieron no poner tangos por una semana, que hubo desmayos y que tres personas se suicidaron. En el libro Carlos Gardel, de Simon Collier, hay muchos detalles del proceso de repatriación del cuerpo del ídolo:
“Las autoridades municipales y eclesiásticas de Medellín no presentaron problemas a Defino, y en la tarde del 17 de diciembre el cuerpo de Gardel fue exhumado del cementerio de San Pedro, donde había descansado casi seis meses. (El cuerpo de Gardel se había preparado para la sepultura teniendo en cuenta una eventual exhumación”.

Los periódicos de Medellín registraron la exhumación del cuerpo que, dicen, estaba carbonizado por el accidente. La BBC reconstruyó en un artículo lo que los diarios de la época informaron. El Heraldo de Antioquia anotó en sus páginas: “El cadáver del infortunado artista se hallaba colocado en una artística caja metálica, que costeó el gobierno departamental”.
Lo más penoso comenzó con el traslado del cuerpo. Como bien se dijo, entre Valparaíso y Marmato hubo que llevarlo a lomo de mula para continuar otra vez en pequeños vehículos. Así se hizo hasta Pereira, donde el cuerpo del zorzal fue instalado de nuevo en el ferrocarril que lo llevó hasta Buenaventura. En el puerto, cuenta Simon Collier, los funcionarios de aduanas intentaron abrir la carga para ver si dentro de ella había contrabando, pero lograron persuadirlos de no hacerlo.
El cuerpo llegó unas semanas después a Nueva York, después de pasar por el Canal de Panamá. En la metrópoli descansó una semana entre solemnes homenajes. El viaje continuó a bordo de un vapor. Cuenta Collier que el cuerpo lo pusieron donde iba la carga y que hubo que rogar para que lo acomodaran en otro lugar, uno más solemne y a la altura del ídolo de multitudes.
El traslado del cuerpo suscitó un enorme interés de parte de la prensa, que durante el mes que duró el viaje olvidó el problema de la carne. La jugada del gobierno había funcionado.
Los restos de Gardel estuvieron en Río de Janeiro y luego en Montevideo, donde despertaron el fervor popular. Pero la apoteosis fue en Buenos Aires.

“El buque entró en la dársena alrededor de las 11:30 mientras la multitud observaba en silencio sus maniobras. Los que estaban más lejos vieron una grúa en movimiento; los que estaban más cerca pudieron ver una enorme caja que descendía al muelle. No era preciso aclararles qué era”, dice Collier.
El traslado del cuerpo de Gardel no fue menos difícil dentro de Buenos Aires. De los autobuses y de las estaciones del tren salían cientos de personas atropelladas, ansiosas de acompañar los restos del ídolo. La policía trató de contener a la multitud y varias personas quedaron heridas. El homenaje fue solemne, como solo podía serlo tratándose de un ídolo de multitudes: “La mayoría de los visitantes eran mujeres de toda edad; sollozaban, arrojaban flores, besaban furtivamente el ataúd al pasar. Así, cientos de miles de porteños rindieron homenaje al Zorzal”.
Después de mucho quilombo, como dicen los porteños, el cuerpo de zorzal al fin encontró el descanso eterno en su ciudad. Luego se construyó un mausoleo. Los que visitan su tumba hoy, 89 años después, no se imaginan el periplo que el zorzal tuvo que recorrer desde Medellín hasta Buenos Aires, un viaje post mortem muy surreal.
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En Medellín se toma el mejor Gin Tonic del mundo
Conozca el sueño de un paisa que transformó un propósito en una realidad. El exclusivo licor hoy se exporta en Costa Rica, Panamá, República Dominicana y muy pronto se venderá en Estados Unidos.
Los licores premium colombianos están en su mejor momento. Esto gracias a la distinción obtenida por Juniper Drinks, una marca nacional que obtuvo la mayor distinción en el World Spirits Competition, el equivalente a los Premios Oscar de la industria licorera, gracias a la fabricación del que hoy es el mejor Gin Tonic del mundo.
El World Spirits Competition de San Francisco es la principal competición de bebidas alcohólicas en el mundo. Se realiza desde hace 24 años y es organizada por The Tasting Alliance, en la que participan los mejores jueces de licores del planeta, son más de 70 jurados que califican a los participantes en una cata a ciegas.
En 2022, el Gin Tonic de Juniper recibió el reconocimiento a “mejor de su clase” (Best of Class) y su primera Double Gold, premio que revalidó en 2023 y 2024, obteniendo la máxima categoría (Platinum) y siendo el primer licor colombiano en lograrlo. Al ser reconocido por tercer año consecutivo, la marca colombiana Juniper alcanzó la Medalla Platinum, que, según los organizadores, “certifica años de excelencia y dedicación en la creación de bebidas perfectas”.
“Es un honor indescriptible recibir este reconocimiento por tercer año consecutivo, y aún más emocionante hacerlo con la distinción máxima; los San Francisco World Spirit Competition son como los Oscar de la industria de bebidas y licores, y esta medalla es como el Hall de la fama”, expresó Juan David Zapata, cofundador de Juniper.
La historia de Juniper inició en el barrio San Javier (Comuna 13) de Medellín, desde donde los emprendedores Juan David Zapata y Andrés Tobón crearon la primera agua tónica hecha en Colombia y luego la primera toronja rosada del país. Con el reconocimiento recibido en San Francisco, Juniper Drinks se consolida como líder en la elaboración de licores premium en Colombia, y le marca el camino a los demás emprendedores que quieran aprovechar el buen momento de la industria nacional.
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¿Qué opina? En La Unión piensan abrir glamping sobre Chapecoense y las habitaciones serán réplicas del avión estrellado
El proyecto es desarrollado por particulares en la vereda Pantalio, de La Unión
Tal vez el nombre de Pantalio no diga mucho a los lectores de esta nota, pero, si les decimos Chapecoense, de inmediato recordarán el horrible accidente aéreo del 28 de noviembre de 2016 en el que murieron 71 personas. Pues bien, sepan los lectores de este artículo que en esa vereda están construyendo un glamping que seguro causará polémica cuando se anuncie: las habitaciones serán réplicas del avión que se estrelló en 2016.
Detrás del glamping está Jaime Carmona, el popular Gordo Lindo. Gordo Lindo es el dueño de la tierra en la que se encalló el avión de Chapecoense. Gordo Lindo no estaba el día dell accidente, pero uno de sus trabajadores, don Miguel, sintió el estruendo de una de las tragedias más grandes de la historia del deporte. Fueron 71 personas entre jugadores, directivos, periodistas y tripulantes los que murieron esa aciaga noche en la que no paró de llover.
En Medellín y en La Unión se hicieron decenas de homenajes a los fallecidos. El gobernador de Antioquia de la época, Luis Pérez, prometió construir un memorial en el sitio en el que cayó el avión. Desde el sector público se anunciaron grandiosas ideas sobre el memorial, pero todo quedó sobre el papel.
Como suele ocurrir con las promesas del sector público, todo se quedó en el papel y en palabras olvidadas. Pero la gente, que siempre es curiosa, empezó a hacer romería al lugar. Al comienzo llegaron un par de carros, pero con el tiempo se convirtió en un sitio de peregrinación.
Gordo Lindo, dueño de la tierra, vio una oportunidad de negocio que ha llevado al extremo. Hace tres años que montó un restaurante. Dice que empezó con dos mil pesos y que “Dios le dio el proyecto para atender al mundo entero”. El ecoparque de hoy tiene un rancho restaurante en el que se prepara a diario sancocho de gallina. Gordo Lindo dice, solo sabe él si es una hipérbole, que los domingos venden 1.500 almuerzos. Hay caballos para dar un paseo por las colinas, un sendero para caminar hasta el sitio en el que se estrelló el avión.
También hay una capilla, un mural con las fotografías de los muertos y unas cruces con los nombres de las víctimas del accidente. Pero el atractivo mayor, que Gordo Lindo muestra con orgullo, señalando ampliamente con el brazo, es un avión real que rememora al de la tragedia.

El avión está puesto sobre un plan y lo bordean unas cintas azules. No es una réplica del avión que chocó en 2016; se trata de un avión viejo, inservible ya, que Gordo Lindo y un socio compraron en Medellín. Para llevarlo hasta el lugar hubo que despiezarlo y llevarlo en varios camiones hasta la entrada a La Unión. Para llegar hasta el sitio del accidente —y del negocio de Gordo Lindo— hay que recorrer seis kilómetros desde la carretera principal
A Gordo Lindo lo han criticado y lo señalan de sacar provecho de una tragedia. Cuando se le menciona eso, retrocede sobre el taburete y responde: “De todo me han dicho. Pero yo no hago esto por lucrarme. Esto es un proyecto que Dios me puso y él me ha ayudado para que crezca. Fue Dios el que me puso esto acá, es de él”.
El glamping
Un periodista de Exclusivo Colombia estuvo en el Parque Chapecó y constató que, en efecto, están construyendo un glamping. Cuando el visitante llega puede ver que hay varios aviones, réplicas recién instaladas. ¿Qué son? Las habitaciones del glamping. El mismo Gordo Lindo comentó que es un proyecto que viene trabajando con un socio: “La idea es que la gente venga y, por ejemplo, se hospeden con la novia y ahí se metan al jacuzzi”.
Es probable que el glamping levante polémica cuando se anuncie públicamente. No hay que olvidar lo que pasó en diciembre de 2023, cuando la alcaldía de La Unión instaló un alumbrado navideño con una figura de un avión chocando. La imagen de inmediato causó el rechazo de muchas personas, que por redes sociales se quejaron de que la alcaldía estuviera espectacularizando la tragedia en la que murieron 71 personas.

Al preguntarle sobre las posibles críticas que pueda recibir el proyecto, Gordo Lindo argumentó que el negocio no tiene la intención de burlarse o aprovecharse de una una tragedia, sino de una oportunidad de negocio por aprovechar. Y es que no solo quiere que el cerro en el que se estrelló el avión sea un parque temático. Se lo imagina como un parque de diversiones al estilo gringo. Gordo Lindo piensa en grande su proyecto. Dice que con la ayuda de Dios lo convertirá en un Hollywood montañero. ¿Cómo es eso? No lo explica muy bien, pero lo imagina con juegos para los niños, luces, un hotel y cabañas.
Todavía no hay plazo de apertura del glamping. Gordo Lindo es más bien hermético sobre el proyecto, pero cualquiera que se dé una pasada por el lugar podrá ver sin dificultad las réplicas de los aviones, es decir las habitaciones en las que las parejas se divertirán y, en palabras del propio Gordo Lindo, “puedan aterrizar bien bacano”.
Y es cierto que muchos turistas vienen de otras latitudes a conocer el lugar de la tragedia. Un viernes en la tarde, por ejemplo, un turista noruego, rubio y luciendo una camiseta deportiva, llegó hasta el lugar y cabalgó por las colinas en uno de los caballos. Gordo Lindo, bromeando, le dijo que solo sabía dos palabras en inglés, pero que esperaba que se fuera feliz para su país.
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Las viejas glorias del fútbol paisa juegan por la convivencia en los barrios de Medellín
El equipo Senior Master Antioquia reúne a figuras como Jorge Horacio Serna, Neider Morantes y Gerardo Vallejo
Un partido singular se jugó el sábado pasado en el barrio Córdoba. En la cancha aparecieron exfiguras del fútbol antioqueño, hace unos años rivales y hoy amigos. El equipo Senior Master Antioquia reúne a jugadores retirados que no han colgado los guayos. Entre sus figuras están César Valoyes, muy recordado por su paso por el DIM; Juan David Valencia, autor de memorables goles con Nacional; Gerardo Vallejo, el incansable defensa del Tolima; Jorge Horacio Serna, el famoso “Camello”, entre muchos otros.
Pues bien, esos exjugadores se reunieron para jugar en el barrio Córdoba, justo detrás del Pablo Tobón. La intención del club es jugar en los barrios de la ciudad y llevar un mensaje de paz. Cada tanto van a las comunas y compiten, pero, sobre todo, comparten con la gente. “Es muy bonito porque el público tiene buena memoria. La gente recuerda los goles importantes que uno hizo, los goles de los títulos”, comentó César Valoyes.
El público cumplió con el compromiso y fue a apoyar a su equipo, Latinos FC. La gente llegó desde temprano y se acomodó en la tribuna. Con bombas y gritos alentaron al equipo que se enfrentó a las viejas glorias del fútbol antioqueño. Juan David Valencia hizo un llamado para que las entidades públicas se sumen a esta iniciativa que tiene como fin la promoción de la cultura y la sana convivencia en los barrios.
En el encuentro también participó Iván Durango, representante legal de Durango y Abogados Consultores Legales S.A.S.
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La historia de la casona de Mariano Ospina que se convirtió en un oasis para las mujeres de Itagüí
Es una casona amplia que pasó a manos del municipio hace poco más de dos años
En la parte sur de Itagüí, la que linda con La Estrella, hay una casona blanca, de chambranas azules, que llama la atención. Está rodeada de un bosque en el que abundan los frutales: mangos, guayabas. Un caminante desprevenido puede pensar que la casa está fuera de lugar, y tiene algo de razón. Detrás de ella se levantan inmensas moles de cemento, edificios de 30 pisos construidos en los últimos años.
¿Por qué esta casa está tan anacrónicamente ubicada? ¿Qué hay en ella? Esas son las dos preguntas clave en esta nota.
La casa fue construida a mediados del siglo XX y su dueño fue nada más y nada menos que el presidente conservador Mariano Ospina, quien ocupó la casa de Nariño entre 1946 y 1950. Hay que recordar que en tiempos del expresidente, La Estrella e Itagüí eran pueblos aparte de Medellín y no estaban conurbados como pasa hoy.
La casa, entonces, era de recreo y estaba en las afueras de la ciudad. Cuentan que el expresidente y su esposa, Bertha Hernández, vivieron periodos en la casa. Se dice que ella le dio el toque femenino a la morada con un orquideorama en la parte trasera de la casa. La casona fue bautizada como Mi Ranchito.

Bien, ahora contestemos la segunda pregunta. El expresidente construyó la casa hace más de 70 años y después de su muerte pasó por varias manos. Hoy funciona dentro de sus paredes la Casa de la Mujer de Itagüí, un espacio que ofrece una amplia oferta cultural y de atención para las mujeres.
La casa del expresidente pasó a manos del municipio en 2021. Resulta que una constructora compró los predios en donde está Mi Ranchito y levantó el proyecto Verde Vivo, una urbanización enorme de apartamentos. En su momento se temió por el futuro de la casona. Se dijo que la iban a derrumbar y que su historia se habría de perder. Fue tal la molestia que algunos vecinos incluso protestaron con carteles y plantones.
Aunque la constructora dijo en un comienzo que la casa sería un centro cultural abierto para la gente, luego se confirmó que sería un espacio para las mujeres del municipio. Así lo dijo el alcalde de entonces, José Fernando Escobar: “Como fueron intervenciones menores no hubo problemas para tramitar los permisos; entregando esta casa para servicio de las mujeres estamos cumpliendo una promesa de nuestro plan de gobierno y el plan de desarrollo”.
La casa es patrimonio arquitectónico y por eso no se le pueden hacer grandes modificaciones. Para ponerla en funcionamiento, la alcaldía de Itagüí, sin embargo, tuvo que hacer algunos retoques en puertas, baños y chapas. El predio es grande, de 1.000 metros cuadrados.
En Itagüí, según cifras de la propia alcaldía, hay 160.000 mujeres, el 52 por ciento de la población. El municipio se ha preocupado por sus mujeres desde hace varias administraciones. Desde 2017 existe el Observatorio de Inclusión y Equidad para las mujeres, que analiza varios ejes temáticos como los derechos de las mujeres y propone acciones para prevenir la vulneración de sus derechos.
Ahora bien, la casona no está disponible solo para mujeres que han sido víctimas de algún tipo de violencia. El municipio ha sido explícito en que allí pueden acudir mujeres de todas las condiciones que estén buscando un espacio en el que puedan expresarse, aprender y fortalecerse como personas.

La oferta es, como se dijo, bastante amplia: desde clases de rumba para poner el cuerpo a punto hasta yoga. La idea es que sea una atención integral que fomente las diferentes esferas humanas de las mujeres.
“Yoga, rumba, taller de huertas, comunicación para emprendedoras, manualidades, ofimática, maquillaje, cuidado estético de manos y pies, entre otros, son algunos de los frentes en los que las itagüiseñas se están formando hoy. Este lugar se llena de vida cuando ustedes lo habitan”, dice la administración para atraer a las mujeres.
El espacio, además, es amplio y agradable. La casona de baldosines rojos está rodeada de un bosque que da sombra y sosiego en los días de calor. En las zonas verdes funcionan las huertas, donde crecen especias y plantas aromáticas cultivadas por las propias usuarias.
La casa del expresidente conservador quedó rodeada de edificios enormes, de una ciudad que antes no existía, pero así también logró sobrevivir y ser un remanso de paz para las mujeres.
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Algunos secretos del cementerio Universal de Medellín
Además de cientos de cuerpos sin identificar, el cementerio cuenta buena parte de la historia reciente de la ciudad
La historia de las ciudades puede rastrearse a través de sus cementerios. Esta premisa parece un lugar común, y en cierta medida lo es, pero hay que mirar las historias en detalle, con casuística, para desentrañar hechos que están en las profundidades.
Medellín inauguró su primer cementerio en 1828, dos siglos después de su fundación. ¿Cómo es que enterraban a los muertos antes de esto? ¿Qué hacían con los cuerpos? ¿O es que de plano, como en el cuento de Carrasquilla, la muerte se había tomado un descanso? Lo último es una hipérbole, por supuesto, pero resolvamos la duda.
En Medellín no hubo cementerios hasta entrado el siglo XIX porque hasta la fecha los muertos eran enterrados en las iglesias. Así lo disponían las normas hasta que a comienzos del XIX, justo antes de la emancipación de España, desde la península Ibérica llegó una orden perentoria: había que construir cementerios fuera de las iglesias para enterrar a los muertos. Los Borbones, que estaban ahora en el poder, introdujeron este dentro de los tantos cambios que pusieron patas arriba al Nuevo Mundo.
La razón, en realidad, era práctica. Las iglesias se habían llenado de ratas y la descomposición de los cuerpos amenazaba a la salud pública. En 1928, entonces, se inauguró el cementerio San Lorenzo, conocido desde 1840, se puso en funcionamiento el San Pedro, como el “cementerio de los pobres”.
Pero, ¿dónde entra el Universal en esta ecuación? Hay que esperar hasta la entrada del siglo XX, que llegó con ideas más liberales. Como los cementerios estaban bajo el dominio de la iglesia, estaba prohibido enterrar a suicidas y prostitutas. Influidos por ideas más modernas, algunos alegaban que no era justo que esas personas no pudieran reposar eternamente en un lugar digno.

En 1930, con el gobierno del liberal Enrique Olaya Herrera, se llegó a un acuerdo para que la Iglesia donara terrenos en los que podrían ser inhumados los laicos y personas no católicas. Era un logro impensado en el siglo XIX, pero que llegaba cuando la ciudad crecía y emulaba a las metrópolis europeas y norteamericanas.
El asunto, sin embargo, no fue tan expedito. Luis Alfonso Rendón, en su tesis para la Facultad de Ciencias Humanas de la U de A, expresa que en 1934 se abrió el concurso para la creación del cementerio municipal. La promesa era construir un lugar amplio en el que cupieran todos. El concurso de arquitectura lo ganó Pedro Nel Gómez, quien diseñó un cementerio ambicioso, con portales barrocos y amplios jardines. Pero en 1951, el alcalde de la ciudad, Luis Peláez, pidió al arquitecto que le entregara los planos del cementerio. Para ello le dio un plazo de tres meses.
Pedro Nel, dice en la tesis de Rendón, entregó finalmente los planos el 15 de diciembre de 1951 y entonces comenzó, al fin, la construcción del primer cementerio universal de Medellín. Ya en otras ciudades habían aparecido estos espacios laicos en los que no se precisaba que el muerto tuviera alguna condición.

La guerra en la ciudad
La historia del Universal fue relativamente calma hasta la década de los 80, cuando las violencia convulsionó a Medellín. Cuenta un sepulturero que vivió esa época que la fila de cadáveres a enterrar era eterna. En un solo día, contó, podían inhumar a 40 personas, la gran mayoría víctimas de la violencia que se había enquistado en la ciudad y que, aunque en otras proporciones, continúa hoy rondando, amenazando, en los barrios.
En ese lapso llegaron decenas de cuerpos sin identificar que fueron enterrados como NN. Hoy, para darles dignidad, se les llama Cuerpo No Identificado. Basta dar un recorrido para darse cuenta de la cantidad de bóvedas sin nombre alguno, rudimentariamente marcadas en el cemento fresco.
El estado del cementerio es deplorable desde hace años. Algunas de las bóvedas están mal selladas y las moscas que se aprovechan de la descomposición salen de la oscuridad para sobrevolar y molestar a los visitantes.
La Alcaldía de Daniel Quintero anunció en 2021 prometió darle una nueva cara al cementerio, y anunció que invertiría 2.000 millones de pesos en reparaciones. Literalmente, con muertos y todo, el Universal se estaba cayendo. El panorama no cambió demasiado, y hoy es notable la sensación de desolación al caminar por las bóvedas y el patio central.
Para la misma época del anuncio de la alcaldía, la JEP impuso medidas cautelares sobre el cementerio, pues se teme, como bien se dijo atrás, que bajo tierra y en las bóvedas reposan decenas de cuerpos no identificados. Asociaciones de víctimas de la comuna 13 están pendientes del proceso, pues creen que hay muchos cuerpos allí de personas asesinadas en los tiempos más duros de la guerra y en la Operación Orión.
Otra de las extrañezas del cementerio Universal es que recibió un ingente trasteó de muertos que reposaban en el San Lorenzo, que fue cerrado y hoy permanece vacío, sin un solo muerto entre sus bóvedas. Fue un trasteo poco típico, casi un hito de la ciudad.
Al igual que el San Lorenzo, el Universal ha sido víctima de la llamada magia negra. Una crónica de El Tiempo, publicada en 2005, cuenta lo siguiente:
“Pocas de las tumbas del panteón, situado en la zona noroccidental del cementerio, se escaparon de los rituales de magia negra. “Lo más impactante fue que dentro de las bóvedas vimos sábanas tendidas como si alguien hubiera dormido allí -contó Ovidio Prisco, un pintor que participó en la limpieza-. Se tomaron el trabajo de subir a los nichos más altos y prender velas en ellos”.
Según los relatos que le dieron al cronista, por el cementerio habían visto a unas mujeres jóvenes muy bellas que fumaban tabacos de una manera extraña.
Son muchas historias extrañas, escabrosas y tristes que están relacionadas con el cementerio Universal, el que ayudó a la ciudad, al fin, a entrar en la Modernidad en cuanto a descanso eterno se refiere.
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Hace cien años: la aventura de traer dos aviones Fokker a Medellín
Esta es la historia de un viaje accidentado que dio inicio a una nueva era de la aviación en la ciudad
Viajar desde el aeropuerto Olaya es una experiencia agradable para la mayoría: no hay que ir a Rionegro ni pasar por ningún túnel, y el despegue y el aterrizaje ofrecen una vista memorable de la ciudad. Desde un avión que se levanta con rumbo a Urabá, por ejemplo, los pasajeros ven alejarse la pista y ante sus ojos aparecen los edificios de Conquistadores. Luego, la quebrada La Iguaná, que baja desde el occidente, y entonces el avión se encauza hacia el occidente para cruzar el río Cauca.
Pero este relato no tiene que ver con las apreciaciones de un viaje cotidiano desde el aeropuerto de Medellín, sino con una aventura de hace exactamente 100 años, cuando la empresa Scadta, hoy Avianca, trajo dos aviones Fokker de la Primera Guerra Mundial. No fueron los primeros aviones que llegaron a la ciudad, pues en 1913 sobrevoló la ciudad. Fue tal la impresión que la prensa de la época creó una campaña de expectativa sobre el suceso.
“(El avión) recorrió vertiginosamente los primeros treinta o cuarenta metros en el declive del prado, para levantarse con cierta pausa y majestad, con las ondulaciones suaves de una ave enorme, hasta alcanzar una altura de quinientos o seiscientos metros. Iba ya al Occidente del río. Tomó luego la dirección noroeste y sobre los espléndidos campos de Guayabal, Belén, América, Robledo y Belencito, hasta acercarse a Itagüí al regreso, dejó oír el martilleo potente del motor, anunciando a los labriegos espantados la prodigiosa conquista, por el ingenio humano, del espacio infinito”.
Esas líneas corresponden a la edición del 27 de enero del periódico La Organización.

Pero ya hemos dicho que este relato tiene que ver con la traída de los dos aviones Fokker. El relato de la aventura quedó inmortalizado en una crónica del Coronel José Ignacio Forero, quien escribió un libro sobre los inicios de la aviación en Colombia. La crónica sobre el viaje a Medellín está incluida en el libro El periodismo en Antioquia, una compilación de Juan José Hoyos.
En 1924, entonces, a dos hombres les dan la tarea de traer dos aviones desde Barranquilla. Los responsables de esa tarea fueron Ferruccio Guicciardi, un piloto italiano, y el Coronel Forero, el cronista.
El coronel nos cuenta que luego de varias pruebas, el primero de los aviones, bautizado “Medellín”, estuvo listo para hacer el viaje hasta la capital de Antioquia el 15 de diciembre de 1924.
El cronista nos cuenta que despegaron de Barranquilla y bordearon el litoral. Luego viraron y se fueron adentrando en el interior siguiendo al río Magdalena. El viaje estuvo bien hasta que pasaron por Calamar, Bolívar, cuando el avión, dice el cronista, empezó a “estornudar”. Aunque trataron de arreglarlo, se vieron en la tarea de buscar una pista para aterrizar de emergencia.
El piloto italiano, al fin, encontró un terreno junto al río y descendió el avión. Por suerte, cuenta el coronel, un tubo oxidado ayudó a detener a la aeronave.
Piloto y copiloto estuvieron cinco días en Calamar hasta que el avión estuvo reparado. Entonces volvieron a Barranquilla y planearon de nuevo el viaje a Medellín. El cronista nos cuenta que estos aviones tenían un tanque muy pequeño que había que retanquear. El tiempo máximo de vuelo era de dos horas y media.
El 20 de diciembre salieron hacia Medellín. La ruta tenía contemplado hacer una parada en Puerto Wilches, Santander, otro pueblo ribereño, para aprovisionar combustible y seguir el viaje hacia el interior. El Coronel, con sencillez y gracia, cuenta que el tanque se acabó cuando estaban llegando a Puerto Wilches y entonces empezó a “echar ojo” a un lugar despejado para repetir lo hecho en Calamar. Lo lograron otra vez, gracias a unos árboles que detuvieron la nave. Los dos salieron ilesos.
El despegue tampoco fue fácil. Como nadie en el pueblo los ayudó, los dos tripulantes tuvieron que cortar los árboles que les impedían levantar vuelo. Así nos lo cuenta el Coronel:
“Sin amilanarnos, pero tampoco en el colmo de la felicidad por esta serie de menudos pero graves contratiempos, nos pusimos, Guicciardi y yo, a cortar espinos en un largo trayecto, tolerando un largo calor infernal hasta que literalmente no pudimos más. Derrotados por aquella temperatura insoportable y sin siquiera esperar a que los parches pegados se secaran, reanudamos el vuelo hacia Medellín, pensando en que solo faltaría que se nos rompiese una hélice contra algún espino al levantar el vuelo”.

Pero las penalidades no terminaron. Los parches que le habían puesto al avión se comenzaron a despegar y la gasolina se acabó de nuevo. Por fortuna, el piloto indicó que ya estaban sobrevolando Medellín, donde un “gentío” los esperaba a un lado de un potrero de la finca El Guayabal, donde hoy está el aeropuerto Olaya Herrera.
El aterrizaje fue brusco, pues la pista era muy corta, y el cronista cuenta que se dio un golpe en la cabeza que lo puso a “ver estrellas”. Una vez en tierra, el Coronel queda con la misión de que el dueño de la finca, Jesús Sierra, les arrendara un potrero que se pudiera utilizar como pista. Al comienzo, el dueño se negó. El Coronel nos dice: “Y lo curioso es que en forma parecida pensaban por la época la mayoría de los colombianos para quienes eran más importante las vacas que los aviones”.
Finalmente, convencen al dueño de la finca. Después, al Coronel lo espera otra misión más inverosímil que la vivida. En un caballo de la empresa Scadta emprende un viaje a Manizales, que dura cuatro días. ¿La razón? Hoy cuesta imaginarlo:
“Sencillamente se trataba de localizar mangas de emergencia o planadas para nuestros vuelos Medellín-Manizales-Cali”.
Con el éxito de la empresa se abrió la ruta aérea comercial hacia el sur del país. El viajero que sale hoy del Olaya no se imagina cómo comenzó la historia de ese aeropuerto que alguna vez fue un potrero que los aviones invadieron.
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La historia del barrio que construyeron debajo del puente de la Madre Laura
Hay casas de dos pisos, comedor comunitario y se han establecido normas de convivencia
En Medellín se mencionan lugares que no aparecen en los mapas. Son nombres populares, creados por el ingenio de la gente. Uno de ellos, bautizado en honor a su pasado infausto, es la Curva del Diablo, en Moravia. En los años ochenta y noventa, y aún en el nuevo milenio, el sitio fue un “tiradero” de cadáveres. Los bandidos aprovechaban la soledad y la oscuridad del lugar para dejar a sus víctimas.
Basta con un dar un vistazo rápido a la prensa para encontrar noticias como la siguiente, publicada escuetamente en El Colombiano en 2012: “Cuatro cadáveres fueron arrojados desde una camioneta Hilux en el sector conocido como La Curva del Diablo, en el barrio Moravia de Medellín.De acuerdo con la información preliminar, las autoridades recibieron el reporte a las 3:00 de la madrugada de hoy y al acudir al sitio encontraron los cuerpos de tres hombres y una mujer”.
El sector de La Curva cambió cuando se inauguró el puente Madre Laura, en 2016, una mole que conecta a Aranjuez con Castilla. Una de las plataformas del puente, al lado oriental, da sobre la Curva en mención. Pues bien, esta historia tiene que ver con lo que ha ocurrido bajo esa ala del puente.
Resulta que en 2016, como ya había pasado, se quemaron decenas de casas construidas sobre el morro de Moravia, que está a todo el frente del puente. El morro está sobre el viejo basurero de Medellín, un terreno irregular que emana gases de la descomposición de los residuos. Eso, sumado a que las casas fueron levantadas sin permisos, y con conexiones ilegales, aumenta el riesgo de incendios y cortocircuitos.

Muchos se quedaron sin más que la ropa que llevaban puesta. Sin casa ni una alternativa posible, se metieron debajo del único techo disponible: el puente Madre Laura. Los primeros empezaron a construir ranchos de tablas y lonas. Con los días fueron llegando más personas, incluso algunas que no venían de Moravia, sino de otros barrios o municipios de Antioquia. Pero todos con algo en común: la necesidad y el desarraigo.
Una de las primeras en llegar fue Yamile, una mujer joven, separada, con hijos por criar. Yamile vivió bajo el puente hasta 2019, cuando la Policía, con una orden judicial, llegó a sacarlos. Entonces todos se fueron a rodar por la calle. Pasaron dos meses por fuera, deambulando, y volvieron cuando la Policía dejó de custodiar el puente. Ahí comenzó una nueva ola de población, ahora construyendo casas con mejores materiales.
Desde entonces, con muchos problemas, la gente se ha mantenido bajo el puente. Varios vecinos contaron que para ocupar el barrio tuvieron que tener el permiso de “los de la vuelta”, como eufemísticamente se llama al poder criminal que maneja los barrios en Medellín. Pues bien, con el favor de los de la vuelta, comenzaron a construir casas en material.
La de José Alejandro Obando, por ejemplo, tiene dos pisos. En la parte trasera, un balcón, lo que ahora llaman deck, de madera, que tiene una vista sobre el río Medellín y el metro. La casa de José Alejandro tiembla cada tanto, como un barco en altamar, y el que no esté acostumbrado se puede marear. Él dice que eso pasa porque la casa está construida como una bisagra del puente, una zapata que vibra con el paso de los carros.
En el barrio viven ahora unas 120 personas y se han creado normas, como en cualquier comunidad. Por ejemplo, los niños no pueden estar por fuera después de las 9:00 de la noche. El vecindario tiene unas zonas comunes donde ubicaron unos muebles roñosos y desvencijados; en ese espacio, por ejemplo, está prohibido tomar licor o consumir drogas.

Muchos de los hombres trabajan en el río, sacando arena para las construcciones. Es un trabajo extenuante, porque tienen que sacar decenas de bultos para que valga la pena. Aguantan el sol de frente y el reflejo sobre el agua, que hiere los ojos, y se exponen a una creciente súbita. Hablando del río, el barrio tiene un baño comunitario. Es un inodoro pequeño, casi pegado al piso, que desagua directamente al río.
El vecindario tiene un corredor central. A cada lado, entre el río y el puente, hay puertas de madera de las que cuelgan pesados candados y cadenas de metal. Una de las sorpresas que se lleva el visitante es que el barrio, con lo informal y su extraña historia, tiene conformado un comedor comunitario para los niños. La comida se las dona la fundación cristiana “Transformación”, que comenzó a ayudarles en la pandemia. La idea es generar un cambio de mentalidad en los niños y que no repitan los errores de sus papás. El desayuno se sirve sin falta a las ocho y media de la mañana.

Otra de las reglas de la comunidad es que no se pueden alquilar casas, como pasa en otros barrios de invasión de Medellín. Tampoco se aceptan nuevas construcciones. Son los que están y punto. Estas reglas, por supuesto, tienen el visto bueno de los de la vuelta, que desde Moravia se encargan de vigilar y dar el beneplácito.
El vecindario toma el agua de los tubos del acueducto y la luz de los postes de energía. El año pasado, EPM los desconectó a la energía y muchos perdieron la comida que tenían en la nevera, porque tienen neveras y lavadoras. Sin embargo, ninguna de las tres administraciones que han pasado por la Alpujarra desde la construcción del barrio ha logrado sacarlos. Ellos dicen que tienen derecho a vivir allí, bajo techo, aunque este sea un puente.
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A que no conocía esta historia: la sala de cine que funciona en una capilla del centro de Medellín
La sala ofrece películas para adultos y niños
Pocos edificios de Medellín cuentan tan íntegramente la historia como el claustro de San Ignacio. Ahí, frente a las ceibas que ahora son centenarias, nació la Universidad de Antioquia rayando el siglo XIX; unos años después, el claustro fue refugio de los ejércitos que se batían contra los españoles. Un siglo más tarde, en la plazuela del frente hubo una insólita pelea del grupo de los Panidas, incluido León de Greiff.
San Ignacio está lleno de contrastes. Es sede del claustro San Ignacio de Comfama, que a finales del año pasado fue remodelado y hoy tiene un agradable teatro que acoge a los visitantes. Comfama, desde que se hizo con el claustro en 2003, ha tratado de recuperar el espacio público y de convertirlo en un espacio para todos, donde hay música, lectura, café, ajedrez y tertulia.
La tranquilidad bohemia de San Ignacio contrasta con una realidad cada vez más apremiante: el consumo de licor y las riñas. Esos son problemas que llevan décadas y ninguna administración ha podido controlar, pero quienes pasan las horas en la plazuela, bajo la sombra de las ceibas o jugando ajedrez, pueden dar fe de que las cosas han desmejorado en el último año.
Pese a esa realidad exterior, las cosas son muy distintas dentro del claustro. Hay sosiego: las paredes gruesas y los terminados barrocos del siglo XIX crean un espejismo, un remanso dentro de la ciudad frenética que palpita afuera.

Además de decenas de cursos de cocina, escritura, danza y cuanta actividad cultural sae pueda imaginar, el claustro abrió hace poco una sala de cine. Se podría decir, sin lugar a equívocos, que es la sala de cine con más historia de la ciudad. También es la sala más particular: funciona en la capilla del claustro, un espacio bicentenario. No hay que olvidar que el claustro fue regentado por los franciscanos durante el siglo XIX y en el XX pasó a manos de los jesuitas, quienes le pusieron el nombre de su patrono.
El claustro fue, en realidad, una necesidad apremiante para la creciente villa que entraba al siglo XIX. Para entonces, la villa de Medellín, situada entre el camino del Cauca y el Magdalena sobre un valle pródigo, empezaba a ganar población y a reñir con Santa Fe de Antioquia, para entonces capital de la provincia. En 1826, finalmente, Medellín ganaría el pulso por convertirse en capital y centro económico de la región.
Decíamos que la construcción del claustro fue una necesidad porque a finales del siglo XVIII, como lo confirma Luis Javier Villegas en un artículo recopilado en la enciclopedia Historia de Medellín, el visitador Juan Antonio Mon y Valverde encontró a la provincia de Antioquia en estado de “atraso y abandono”. Lo que más resaltó el visitador fue que, pese a que las dinámicas sociales crecían, no había establecimientos educativos y se carecía de una “escuela de primeras letras”
Luego de ires y venires administrativos se dio la orden de construir esa escuela en 1803. Ese sería el inicio de la Universidad de Antioquia.
El claustro se convirtió, durante la Guerra de Independencia, en acuartelamiento de los realistas; luego fueron los republicanos quienes lo usaron de trinchera. Más tarde, en ese mismo siglo de sucesivas guerras civiles, sirvió de escondite durante el conflicto de los Supremos.

Esos acontecimientos parecen muy lejanos ahora que el claustro es un apacible centro de la cultura operado por Comfama. La caja de compensación planteó una ambiciosa remodelación del claustro. El proyecto se dividió en cuatro etapas y ya terminó la primera de ellas. Ahora, el que entra al edificio se encuentra con un amplio teatro que contrasta con los acabados decimonónicos de los corredores. En total, es una inversión de unos 57.000 millones de pesos, algo sin precedentes.
Pero volvamos a la sala de cine. Proyectar una película no es un acto mecánico. El proyector, como dice Fernando Vallejo, es el inventor de un mundo. El mencionado escritor antioqueño narra cómo se veían películas a mediados del siglo XX. El narrador nos cuenta que, precisamente, las proyectaban en una iglesia, la del Sufragio. Vaya coincidencia:
“Estamos en el cine parroquial de la iglesia del Sufragio; una sala baja sin declive en que apretados cabrán quinientos niños y sueltos meten mil, mil demonios endemoniados ensordeciendo, correteando, saltando por entre las largas bancas de madera que ya no resisten una tromba más con tempestad. Persecuciones, gritos, carreras, todos se creen el Zorro y ninguno quiere morir”.
Vallejo después llama al cine, con su preciosismo retórico, “el recinto mágico”. Que Comfama haya abierto una sala de cine en el centro de Medellín no es una noticia menor. Hace décadas que declinaron los cinemas que dieron vida al centro: el Lido, el Cine Centro, el Ópera Dux, el Cid, el Radio City… Las salas de hoy están en centros comerciales, aisladas de la ciudad. Lo de Comfama es devolverle al centro un pedazo de su historia, de su esplendor perdido, arrebatado.
En la capilla de San Ignacio se proyectan películas para todos, desde cine arte hasta para los niños. Si quiere conocer la programación entre a https://www.comfama.com/cultura-y-ocio/agenda/programacion-cinema-comfama/
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