Aunque hay planes para recuperar el espacio, el espacio es tierra baldía, propicia para actos ilegales
Las bóvedas están vacías. Solo se escucha el arrullo triste de las palomas. Una rata grande, blanca, pasa de una galería a otra, corriendo, en el día. Desde afuera, el cementerio parece una colmena vacía, sin vida. Solo el olor a marihuana, que oscila al vaivén del viento, recuerda que hay gente alrededor.
El cementerio San Lorenzo fue inaugurado en 1828. Nació gracias a las reformas de los Borbones que, una vez llegados al trono, se propusieron cambiar las cosas en el Nuevo Mundo. Hasta comienzos del siglo XIX, en la América hispana se enterraban los muertos en las iglesias. La descomposición de los cuerpos bajo las parroquias se convirtió en un asunto de salud pública, y la orden llegó desde España: hagan cementerios para sus muertos.
Lisbeth Montoya, líder del barrio Niquitao, donde está el cementerio, recuerda que desde hace por lo menos una década les prometieron que allí, sin que se destruyera el cementerio, se construiría una Unidad de Vida Articulada, un parque en el que la gente pudiera encontrarse y recordar la historia patrimonial de la ciudad. Eso no pasó, por supuesto, y hasta hoy la gente espera que algo pase con el cementerio.
Con la inauguración del San Pedro, en 1842, el San Lorenzo se convirtió en el cementerio de los pobres y así se mantuvo hasta la década del 80, cuando sus cuerpos fueron exhumados para llevarlos al Universal. Las tumbas están vacías desde entonces, y la promesa de convertirlo en un parque abierto a la comunidad ha sido solo una quimera.
La parte central del cementerio está enrejada. Frente a la verja está el celador, un hombre afable, muy conversador, que cuenta historias con generosidad. Dice que lleva varios años allí cuidando las tumbas vacías. Con las llaves en las manos, jugando, relata lo que ha visto en este tiempo.
Hubo un tiempo en que una persona del barrio se quedó sin trabajo. Sin dónde dormir, sin plata para comer, terminó pasando las noches en una de las tumbas. No es el primero ni el último que ha adaptado una bóveda como casa.
—Oiga, durmió como cuatro meses en una bóveda. Nosotros lo dejamos, porque además nos ayudaba a cuidar el cementerio.
Hoy nadie duerme en las bóvedas, pero los celadores tienen que estar atentos las 24 horas. En la noche, con la anuencia de la oscuridad, parejas furtivas se cuelan para tener una aventura; algunos más se meten a fumar marihuana, a tomar licor y escuchar música, bajo la luz de la luna y el silencio sepulcral.
En el barrio, ante el olvido de la Alcaldía por el cementerio, corren los rumores de brujería y ritos mágicos. El celador, caminando entre las bóvedas, recuerda uno en particular.
Era de noche y por ahí estaban “los de la vuelta”, es decir, los muchachos que mandan en el barrio, los que manejan las plazas de vicio que, dicho sea de paso, abundan por allí. Uno de ellos vio un movimiento entre las bóvedas. Eso les llamó la atención, entonces decidieron acercarse.
Vieron que un hombre de cabello largo, aindiado, presidía una reunión en torno a una llamarada. Los muchachos, que no gustan de la brujería ni de los ritos paganos, le dijeron que se fuera, de buena gana, pero el hombre, con ímpetu, amenazó con echarles una maldición. “Entonces los pelaos, al verlo así de grosero, lo cogieron a garrote, en el suelo, y lo cascaron”, cuenta el celador.
“El indio le estaba haciendo un trabajo a otro man. Dejó un muñeco, que es con el que estaba haciendo la brujería. Era muy cabezón, muy raro. Yo no sentí miedo, yo en esas cosas no creo”
El brujo se levantó como pudo, adolorido, y se fue corriendo. Volvió un rato después con unos policías. Explicó lo que había pasado y, para su sorpresa, los agentes se rieron y le dijeron que estaba “mariqueando”, que nadie lo había mandado a meterse a hacer brujería.
En el suelo quedó un muñeco de cabeza descomunal. “El indio le estaba haciendo un trabajo a otro man. Dejó un muñeco, que es con el que estaba haciendo la brujería. Era muy cabezón, muy raro. Yo no sentí miedo, yo en esas cosas no creo”, relata el celador.
Con ayuda de los muchachos quemaron el muñeco, que ardió con facilidad. El celador todavía tiene la foto de la quema, y la muestra en el celular. Varias veces, él y sus compañeros, han tenido que sacar a supuestos brujos que en la noche se meten en el cementerio. Van por un poco de tierra, comentan, o por un hueso extraviado para sus pócimas.
El abandono estatal ha hecho del San Lorenzo un dormitorio para desgraciados, una plaza de vicio y un aquelarre. En 2021, la entonces gerente del Centro, Mónica Pabón, prometió que, finalmente, el cementerio se convertiría en un parque patrimonial. La promesa quedó en tierra muerta, como las veces anteriores.
En septiembre de este año, la Gerencia del Centro firmó un manifiesto de voluntades con la Alianza Cultural y la fundación Niñas y Niños por la Paz. Esto ha permitido que el cementerio tenga una cara mejor, que se le haya despojado de la maleza que lo cercaba, que se pintaran de nuevo las bóvedas. En la plaza central se han celebrado actividades con niños, que han gozado en el centenario camposanto.
Pero falta mucho para que el San Lorenzo se convierta en un parque, en un referente patrimonial, como tantas veces, y de tantas maneras, se ha prometido. En el silencio frío de la noche, que arrulla a los muertos que ya no están, reinan la drogadicción, los durmientes caídos en desgracia y los brujos con sus aquelarres.