El internet ha acabado con la distribución de pornografía. Los negocios han tomado otros rumbos
Sus clientes lo llaman el “flaco”. Todavía vende películas porno para DVD, pese a que ya casi nadie las compra. Hubo un tiempo, recuerda el flaco, en que el pasaje Boyacá era todo pornografía. Los puestos callejeros se sucedían con películas de sexo lésbico o de “paisitas”, las más apetecidas por los pensionados. Los clientes se amontonaban y, excitados, revolcaban los puestos en búsqueda de algo que satisficiera su lujuria. A veces pasaban señores renegando, tapando los ojos de sus hijos.
El esplendor del porno en el pasaje Boyacá es pasado. Hoy quedan dos o tres puestos que lo ofrecen. El “calvo”, compañero del flaco, ahora vende tenis para ayudarse. El flaco ha tenido que hacer lo propio con unas cucharas de palo, un negocio en el que está incursionando.
“Esto ya no da para vivir. Si no fuera por una hija que me ayuda, aguanto hambre”, dice el flaco.
El pasaje es en realidad una parte de la calle Boyacá, una de las principales del pueblo provinciano y en extremo católico que fue Medellín en los siglos XVIII y XIX. Está detrás de la iglesia Nuestra Señora de la Candelaria, la primera parroquia que tuvo la ciudad. Cuesta imaginar que ese pedazo de la calle, hoy tan populoso, fue ayer el paso obligado de los comerciantes, los mineros y los ricos de la época que llegaban los domingos al encuentro con su Señor.
El pasaje es hoy un mercado de lo absurdo. Como el porno ya no es solicitado, los venteros tuvieron que recurrir a otros negocios. Miguel Calle, por ejemplo, montó un pequeño taller de gafas. Hace diez años dejó de vender porno. “Lo hice porque, además de que ya no se vendía igual, es como conseguir plata mal habida. Nos iba bien, claro, pero así mismo gastábamos”, dice.
En sus buenas épocas, recuerda Miguel, llegaban hombres, casi todos entrados en años, a preguntar por porno “de sardinas”, es decir, de menores de edad, lo que se configura como un delito. La policía daba ronda por el lugar y les hacía guardar las películas: “Era una persecución constante. Todo el tiempo nos tocaba guardar la mercancía o movernos para otro lugar. Aún así seguían llegando clientes”.
Lo raro del desuso de la pornografía es que, según los mismos venteros, comenzó con la pandemia. Hasta antes de las cuarentenas, pese al avance del internet, las películas pornográficas seguían siendo bastante solicitadas. El flaco y el calvo lamentan que el negocio se haya venido a menos, pero no entienden por qué justo después de la pandemia.
Aunque la pornografía no es un negocio rentable en el pasaje Boyacá, sí que lo es en el mundo. Se estima que en internet hay 4,2 millones de sitios pornográficos. El más conocido en Pornhub, el gigante canadiense que se ha visto en serios aprietos por permitir que en la plataforma se subieran contenido con menores de edad o no consensuados. Se estima que en Estados Unidos hay unas 40 millones de personas que visitan sitios porno con regularidad y, de ellas, 12 millones consideran que tienen un problema de adicción.
Pero volvamos a Boyacá. Por esta calle pasó, a comienzos del siglo XX, el grupo de los Panidas, los jóvenes poetas liderados por León de Greiff. Ese grupo es recordado por una célebre pelea en la iglesia de San Ignacio. En Boyacá tomaban tinto y aguardiente y se adentraban en discusiones literarias y políticas.
Hoy, después del languidecimiento del porno, el pasaje Boyacá es un mercado de lo absurdo. Lo que más se vende, dice Miguel, es veneno. En muchos de los puestos se exhiben venenos para ratas y cucarachas; exhiben botellas llenas de un líquido blanquecino que bien podría confundirse con suero costeño. Hay otros, también blancos, que tienen forma de bola. Uno más llamativo viene en un tarro diminuto y se llama Sicario, lo adorna la imagen de un ratón con una pistola y pantalones de pana.
Hay venenos tan fuertes que inundan el aire del lugar. Los ojos, que lagrimean, se resienten ante ese olor penetrante que se expande como en algún momento se expandieron las portadas de las películas de porno.
Pero hay más negocios, por supuesto. Lucho es un relojero que llegó al pasaje hace 32 años. Nunca ha querido incursionar con otro negocio, aunque mucho se lo han recomendado. No, lo de él es el tiempo, sentarse bajo la sombrilla que incrementa el calor, y trabajar en la filigrana que es un reloj de pulsera. Ese negocio también ha decaído. “Esto está malo. Uno por ahí pone una pila o arregla una correa, pero es muy duro. No hay clientes como antes”, se lamenta Lucho.
También hay quienes venden lociones y memorias usb con música. La puerta lateral de la iglesia, que da hacia el pasaje, se mantiene cerrada desde la pandemia. Para Miguel es una ironía que antes, cuando se vendía porno de todo tipo, el templo tuviera su puerta abierta, y en cambio ahora, cuando casi se erradicaron esas películas lascivas, esté clausurado.
El flaco reconoce que pronto tendrá que dejar de vender porno. Por eso, desde hace un mes, tiene a la venta unas cucharas de palo que hacen un contraste extraño con las carátulas de mujeres perniabiertas y despelucadas. Como la mayoría de los venteros, el flaco es un hombre mayor que vive en las laderas de Medellín. Con lo que gana en su negocio, que es muy poco, compró un lote en Vallejuelos, un barrio de invasión. Les dio tres millones de pesos a los bandidos para que le entregaran el pedazo de tierra demarcado por una cinta.
El porno no da para más, dice el flaco, triste; sus ojos se ven cansados, ausentes, como perdidos en un tiempo ido, irrecuperable.