Francisco Cadavid cuenta detalles sobre cómo es vivir entre los muertos
La muerte acarrea muchos problemas prácticos. Generalmente, y con toda razón, se habla del duelo tras la pérdida, de la tristeza, la rabia, el daño irreparable. Pero poco se mencionan los asuntos prácticos. ¿Quién se encarga de arreglar un cuerpo yerto? ¿Quién, de abrir una fosa, de pulir un ataúd? Si el cuerpo no se incinera, hay que esperar cuatro años para sacarlo de la oscuridad, partir los huesos con cuidado y llevarlo a otro lugar, este sí el definitivo. Alguien tiene que hacer ese trabajo que pocos desean.
Francisco Cadavid lleva 26 años haciendo todas esas tareas. Trabaja en el cementerio San Pedro, el más viejo de la ciudad que todavía está en funcionamiento.
El San Pedro es amplio, con una rotonda central rodeada de pinos y palmeras. En las tardes se escuchan los graznidos de aves. Francisco dice que son águilas o halcones. En la parte central del cementerio están enterradas algunas de las personas más recordadas del siglo pasado. Tomás Carrasquilla está por allí, coronado con un busto que hace honor a su obra; también está Jorge Isaacs, el escritor vallecaucano cuyos restos trajeron comenzando el siglo XX, después de la guerra de los Mil Días.
En ese espacio se mueve Francisco desde hace 26 años. Es un hombre delgado, de piel morena, bien afeitado. Llegó al San Pedro porque le ofrecieron trabajo en unas obras que se hacían en ese momento, para 1998. Antes del cementerio era muy temeroso de la muerte. Recuerda que cuando había un entierro en Girardota, su pueblo, se escondía para evitar el contacto con la muerte. Si había un velorio, no entraba y más bien se escabullía hacia otros lugares.
Pero mucho tiempo ha pasado desde eso. Ahora habla de la muerte como de cualquier otra cosa, con las manos en la cintura, tranquilo.
Francisco no recuerda cuál fue el primer muerto que ayudó a meter a la bóveda. Sabe, eso sí, que es más complicado una exhumación que una inhumación. En el San Pedro hay muchas bóvedas alquilados, cuyo contrato es por cuatro años. Pasado ese tiempo, hay que sacar al muerto para liberar el espacio.
Por raro que parezca, es frecuente que a muchos no los reclamen. El cementerio, entonces, trata de comunicarse con la familia para que se presente. Sobre la lápida ponen un sticker indicando que el muerto, por contrato, debe ser exhumado, pues su tiempo ahí ha caducado. Pero las familias no aparecen y pasan uno o dos años en ese problema, hasta que el cementerio, como última opción, se ve obligado a hacer una exhumación administrativa.
“Eso pasa mucho acá, ufff. Entonces tenemos que hacer la exhumación. Sacamos el cuerpo, que no sabemos cómo lo vamos a encontrar, y lo arreglamos dentro de otro lugar, bien rotulado y con nombre, hasta que la familia venga y lo reclame”, cuenta el sepulturero.
Decía Francisco que la exhumación es peor. Y es que los sepultureros no saben con qué se van a encontrar. En los casos más sencillos, después de abrir la lápida y de que se disipe el polvo, aparece una calavera. Más abajo, los huesos que dieron fuerza al cuerpo que alguna vez tuvo vida.
Pero no siempre es así. Hay veces, Francisco no sabe cómo explicarlo, el muerto sale momificado. Entonces es más difícil sacarlo, porque está rígido. Si la familia no lo ha reclamado, hay que llevarlo a la otra bóveda, donde ocupará más espacio que un esqueleto.
Hay un tercer caso, que es el peor. Francisco tampoco sabe explicarlo, pero lo ha vivido y sabe cómo se siente. En algunos casos, el cuerpo sale fresco, descompuesto. No es difícil imaginar la escena. La descomposición es un fenómenos que comienza horas después de la muerte. Primero, el cuerpo se pone rígido, víctima del rigor mortis, y se vuelve muy difícil de manejar. Sobre las partes en declive, gracias a la gravedad, aparecen las livideces, unas manchas moradas, como tumefactas, provocadas por la sangre acumulada, que ya no corre.
Unas horas más tarde cesa el agarrotamiento de las extremidades y el cuerpo, de nuevo, se hace fofo, blandengue; el abdomen, en las fosas iliacas, comienza a tornarse verdoso. Entonces el cuerpo se hincha, repleto de gases provocados por las bacterias; las cuencas de los ojos se desbordan y el muerto pierde la figura humana.
Esa escena puede ser demasiado fuerte. Y más cuando es un familiar del muerto el que tiene que verla. Francisco cuenta que son dos personas allegadas al finado las que asisten a la exhumación. “Muchas veces traen otro montón de personas, hasta niños, que tienen que quedarse esperando afuera. Vienen como de paseo”, dice el sepulturero.
Las inhumaciones, en cambio, tienen otras complicaciones. El San Pedro es un cementerio de bóvedas y galerías. Hay seis pisos de bóvedas. No es fácil llegar hasta arriba con un ataúd. Para hacerlo, con cuidado, tienen que subir al cajón en un montacargas. Es un proceso engorroso en el que participan tres personas.
Por si fuera poco, no es solo subir el cajón hasta arriba, sino meterlo con precisión en el hueco. Para que ruede bien por el hoyo, cuenta Francisco, artesanalmente hacen unos rodillos con palos de escoba, de manera que se pueda deslizar hasta el fondo de la fosa. “Muchas veces pasan los cuatro años y sacamos el ataúd y los rodillos están intactos y siguen sirviendo. Eso es increíble”.
Otras veces, los problemas los ponen los vivos. El San Pedro es un reflejo de Medellín. En un comienzo, por allá en 1842, se creó para fungir como camposanto de los ricos, lo opuesto al San Lorenzo. Pero llegó el siglo XX con su vorágine de desplazados y de violencia. La ciudad se convirtió en una máquina de guerra y de muertes en la segunda mitad del siglo, y los cementerios no daban abasto.
Entonces, el cementerio que fuera de los ricos comenzó a adoptar a todos, víctimas y victimarios de la guerra. Cada tanto hay entierros inverosímiles en los que los asistentes llegan borrachos, dando tiros al aire y quemando pólvora: “Se ponen muy groseros con el sepulturero. Cuando la situación está muy complicada, uno tiene que irse y esperar a que las cosas se calmen”.
La jornada comienza temprano en el San Pedro, antes de las 8 de la mañana. Son seis las exhumaciones que se hacen todos los días, siempre a la misma hora. Los entierros, dice Francisco, son cuatro en promedio. El día es tranquilo por lo general, sin mayores sobresaltos.
Pero siempre hay sorpresas porque, aunque no parezca, la muerte es dinámica; hasta un cuerpo yermo, tendido en ataúd, tiende posibilidades insospechadas.