Solo quedan cinco de las decenas de venteros que solían ofrecer billetes, estampillas y modenas clásicas y del mundo
La avenida La Playa hace una curva entre Junín y la Plazuela Nutibara. En ese tramo, hace años, decenas de vendedores ofrecían billetes de las más variadas denominaciones; ansiosos coleccionistas hurgaban para encontrar joyas. Ahora estamos en 2024 y el mundo, aunque sigue siendo el mismo, ha cambiado para muchos de manera sustancial. De los vendedores de billetes y monedas solo quedan cinco, todos mayores de 60 años.
De los cinco, varios están cansados de hablar con la prensa y con los curiosos que se acercan y no se deciden a comprar. Es una tarde gris y el cielo se desgaja en un aguacero que comienza con timidez, pero que de pronto adquiere matices de tormenta tropical. La gente pasa tratando de guarecerse de la lluvia, e ignora los billetes exhibidos. La numismática parece un hábito del pasado, anticuado, vetusto, como se ven hoy tantas otras cosas que antaño provocaron pasiones.
Uno de los cinco se llama Bernardo, un hombre blanco, viejo, de ojos grises. Usa una imitación de un sombrero vueltiao y una camisa blanca. Todos los días llega al mismo punto, en la acera, y se sienta desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde en un banquillo de plástico. En la mano derecha, manchada ya por el paso de los años, sostiene billetes viejos, de la década del 70. Eson son baratos, cuestan 5.000 o 10.000 pesos, pero Bernardo cuenta que tiene unos verdaderamente escasos que puede vender en 2 millones de pesos. Es una lástima que nadie los quiera comprar, dice.
Otro de los cinco vendedores es Joseas Torres, de 70 años, desplazado. Joseas llegó hace 23 años de Alejandría, donde era jornalero. Cuando llegó a la ciudad, cansado de trabajar en el campo, se asentó en esa esquina del centro. Desde entonces, aunque no sabe aprender ni escribir, vende billetes.
Joseas tiene una memoria visual prodigiosa. Como no sabe leer, identifica los billetes con solo verlos. Por ejemplo, muestra uno verde, con letras árabes, y explica que es de Arabia Saudita. Los hay de Honduras, de Argentina y de Jordania. Joseas sabe el año de expedición de cada billete, de memoria.
Aunque esos billetes son relativamente escasos, cuestan 10.000 pesos. Joseas se los ha comprado a coleccionistas que llegan al centro a vender los billetes sobrantes de sus viajes por el mundo. También están los antiguos, esos sí más costosos, que datan de antes de la década del 70. Bernardo, por ejemplo, tiene uno de 1928 que cuesta dos millones de pesos.
Hubo un tiempo, recuerdan los vendedores, en que los billetes fueron un buen negocio. “Acá venía la gente no solo a comprar billetes, sino películas, casetes, estampillas, de todo. La gente se amontonaba y no había ni por dónde caminar”, dice Joseas.
Ahora, lamentan los vendedores, apenas alcanza para “conseguirse la comidita”. La fiebre por la numismática ha decaído. Muchos de los vendedores de antaño han muerto y la oferta cada vez es más escasa. Joseas, por ejemplo, no tiene otra opción de sustento: “Estaré acá hasta que Dios me lo permita”.
Los vendedores de billetes hacen parte de los oficios venidos a menos. También están los vendedores de películas porno que se apostan sobre el pasaje Boyacá. Ya nadie compra esas películas que hasta hace unos años eran todo un fenómeno que despertaba afición. Los digitadores, con sus máquinas de escribir, también escasean y hoy quedan unos pocos aferrándose a unos pocos clientes. Ni hablar de los fotógrafos que se pasean por la Plaza Botero en tiempos de celulares y selfies.
¿Hasta cuándo estarán los vendedores de billetes en el centro? Nadie lo sabe, pero lo cierto es que cada vez serán menos. Joseas estará allí, literalmente, hasta que la salud se lo permita. Una suerte parecida sufrirán los otros cuatro sobrevivientes.