Un hombre ataviado con ruana negra y acompañado de dos perros encadenados se pasea por Medellín los viernes en la noche
“¡El sombrerón! ¡El espanto y el horror de los medellinenses!”.
Volvamos al siglo XIX, un par de décadas después de terminado el proceso de Independencia. Era Medellín entonces un pueblito recién designado capital de Antioquia.
Entre 1837 y 1839, dice la creencia popular, por ciertas calles del centro anduvo un personaje extraño, que aparecía en las noches de los viernes, pasadas las 8. En la crónica Espantos y Brujerías del Viejo Medellín, de Eladio Gónima, se hace una breve, pero rica descripción de ese personaje.
El cronista nos dice que todos hablaban del sombrerón, pero nadie sabía realmente quién era o cómo se veía. Lo que sí estaba claro es que su figura causaba espanto y escarmiento en los habitantes del viejo Medellín. Así se nos describe al que es quizá el espectro más propio y abominable de la capital de Antioquia:
“Al decir de las gentes, el Sombrerón estaba constituido de esta manera: una como figura de hombre con ruana negra, un gran sombrero, siempre jinete en una mula negra encasquillada (herrada) de los cuatro remos, llevando a lado y lado cogidos con gruesas cadenas, dos enormes perros negros, y acompañado de un fuerte viento que le servía de vanguardia”.
Al Sombrerón se le añadieron luego otras debilidades, como perseguir a los juerguistas que bebían y jugaban en las noches. Este espanto, como la mayoría que anduvieron por las montañas de Antioquia, tiene interpretaciones diferentes en otras latitudes. En Bogotá también hubo uno como el nuestro; en Guatemala, el nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias lo incluyó dentro de sus Leyendas de Guatemala.
Eso no debe causar extrañeza ni causar demérito sobre la figura del sombrerón. Los mitos de América se constituyeron sobre los prejuicios de los conquistadores que, por ejemplo, aseguraron haber visto tribus de mujeres amazonas, luchadoras. Llegaron a estas tierras con sus mitos de la era grecolatina y los adaptaron. Los indígenas y los negros africanos, traídos como mano de obra esclava, hicieron su parte y aportaron sus mitos y creencias.
Una buena muestra de ello es el personaje Pedro Rimales, que varía de nombre según el país de América Latiana. En México y Chile, por ejemplo, lleva el nombre de Pedro Ardimales. Es un personaje que llegó al continente heredado de la tradición literaria popular de España y fue adaptado a cada región.
Pero volvamos al Sombrerón, lo que nos ocupa en este breve recuento. Dice el cronista que el espanto parecía venir de fuera de la ciudad, es decir, pareciera que su intención era entrar al pueblo únicamente a causar miedo y escarmiento entre los vecinos. “El endriago como que tenía su habitación fuera de la ciudad porque venía siempre del Camellón de la Alameda (Colombia) y nunca por otra calle”, relata la crónica.
A diferencia de la Madremonte y otras leyendas, sobre el Sombrerón se da poco contexto. No se conocen los motivos de sus apariciones nocturnas, ni por qué anda vestido de negro y con dos perros encadenados. No hay una historia que justifique su presencia en la ciudad. Sí se sabía, por lo que nos cuenta Gónima, el recorrido que el espanto emprendía cada ocho días:
“Llegaba al galope a la esquina de San Juan de Dios, cruzaba unas veces sobre la derecha y seguía en línea recta hasta encontrar la calle de detrás del Convento del Carmen, y llegaba a la Plazuela San Roque donde se volvía humo; otras veces continuaba su carrera hasta la Plaza, cruzaba por la calle del Comercio (Palacé), y llegaba a la Plazuela, y buenas noches”.
Nótese que la descripción no dice explícitamente que el Sombrerón atemorizara a la gente, pero sí dice cómo se convertía en humo, al mejor estilo de un espanto abominable, para perderse en la noche y solo aparecer al siguiente viernes.
La crónica de Gónima termina de manera humorística y dando entrada a la posibilidad de que el Sombrerón tuviera la complicidad de otros espantos:
“Parece que en las inmediaciones del Convento tendría el Sr. Espanto su lugar de descanso ya preparado por algún otro parecido a él, con puerta abierta, bien juntada, pues nadie había oído que se abriera o cerrara”.
Antioquia, tierra de mitos
El Sombrerón no es el único mito antioqueño. Hay mucho más, y más reconocidos, como la Madremonte, el cura sin cabeza y la rodillona. En su mayoría, son personajes que aparecen en otras culturas del continente. En Mitos y leyendas de Antioquia la Grande, libro del Javier Ocampo López, se hace un detallado recuento de cómo estas figuras míticas fueron tan importantes en la colonización antioqueña del siglo XIX.
Un personaje muy pintoresco es el de la vieja comilona, una mujer que aparecía cuando los peones de las minas y las fincas se arrimaban a los fogones a calentar su comida. Lo llamativo de la vieja es que es inofensiva, se limita a acercarse al fuego y coger con sus manos las brasas y comerse los plátanos asados.
Son decenas de personajes los que se pueden nombrar, pero tal vez ninguno con la riqueza de la diosa Dabeiba, quien enseñó a los catíos a sembrar y hacer canastos, a vivir en sociedad. Vivía la diosa en lo que hoy conocemos como la subregión del Occidente, entre el Paramillo y Urabá, donde llegaron los conquistadores españoles a dejar una estela de sangre en 1538. Aunque arrasaron con casi todo, no pudieron borrar de la memoria a la diosa.