
Libardo Flórez tiene 72 años y, tras quedarse sin empleo, se dedicó a contar historias sobre la comuna 13, barrio al que llegó hace 46 años
Libardo Flórez se resguarda bajo la sombra. El sol pega fuerte sobre el viaducto Media Ladera, en la comuna 13, en una mañana de diciembre. Usa una camisa azul de manga larga y una gorra negra; tiene una barba cana, casi rala, y la voz cansada, aterciopelada. De su cuello cuelga una escarapela que revela su oficio: contador de historias. Se pasa el día en el viaducto, escapando del sol y hablando una y otra vez, relatando, con pormenores, los tiempos en que los paracos se metieron al barrio.
Es contador de historias y de eso vive, un oficio un tanto poético como absurdo. Libardo tiene 72 años y un dolor punzante en las rodillas. Le duele caminar y por eso pasa el día más bien estático, esperando a que pasen los turistas. Siempre lleva consigo un pendón en el que aparece una foto de Álvaro Uribe, presidente de Colombia cuando se ejecutó la polémica Operación Orión.
—La semana pasada una señora me insultó por la foto de Uribe—dice Libardo, balanceándose sobre un taburete—. Yo lo tengo ahí porque hace parte de la historia, él era el presidente cuando la operación Orión, así como Luis Pérez era el alcalde.

Libardo es uno de los fundadores del barrio Las Independencias II. Llegó cuando tenía 27 años, aún no se había casado y vivía con su mamá. Entre él y la madre levantaron un rancho de madera como pudieron, sin servicios públicos. Fueron años de relativa tranquilidad, antes de que empezaran las guerras sucesivas que han sacudido a la comuna.
—En ese momento no había guerrilla, solo delincuencia común—recuerda el contador de historias—. Sí había muchas ollas de vicio y mucho vicioso. En esa época se metían a las casas y se robaban las cosas para cambiarlas por droga.
Libardo recuerda que una vez se metieron al rancho. Su mamá había ido a casa de una amiga y cuando volvió se dio cuenta de que habían forzado la puerta de madera. Cuando entró notó que la olla a presión, donde había dejado pitando unos fríjoles, no estaba en su lugar.
Libardo fue, entonces, hasta la olla de vicio. No se sorprendió cuando vio que allí estaba la olla con fríjoles y todo. Tuvo que pagar para recuperarla, como si fuera un secuestro.
—Ja, eso era de lo más común en la década del 80. Uno tenía que ir a recuperar las cosas, siempre era igual.
Una vez, recuerda el contador de historias, iba subiendo al rancho que luego construyó con su esposa, a quien conoció en la comuna. Escaleras abajo venía un hombre con un costal al hombro, cargando algo que parecía pesado. Con deferencia, el hombre les dio las buenas noches y continuó con la carga. Libardo termina la historia.
—Cuando llegamos a la casa, mi mujer pegó un grito—Libardo ríe, evocando—: el señor que bajaba se había llevado todo lo que teníamos en la casa. En el bulto llevaba todas nuestras cosas.
El contador de historias llegó a ese oficio, el definitivo, de carambola. Toda su vida fue pintor, pero a los 72 años, y enfermo de las rodillas, nadie lo contrata. Hace un par de años se hizo guía de los turistas que llegaban a la comuna, pero el dolor en las piernas lo estaba tullendo. Sabía que tenía que trabajar, pero no sabía muy bien cómo hacerlo hasta que alguien le dijo que podía sentarse, esperar y contar las historias que sabía.
Fue entonces cuando aprovechó las noches de la vejez, tan acostumbradas al insomnio, para estudiar sobre la comuna 13.
—Me aprendí los 19 barrios que forman la comuna. También me sé de memoria todas las comunas de Medellín.

De la época de los robos recuerda que una noche bajaba por una escaleras, borracho, tambaleándose, y se quedó dormido en la calle. Cuando se despertó se dio cuenta de que estaba más ligero. Le habían robado los zapatos, el reloj, y estaba casi en calzoncillos, en el frío de la madrugada. Hoy se ríe de esas historias.
“En esa época yo salía a trabajar en la mañana y veía dos o tres muertos por ahí tirados, eso era lo normal”.
Pero el contador tiene más por contar que simples anécdotas. Con precisión relata cómo se vivió la Operación Orión. Cuenta, tornando un poco los ojos para evocar, cómo los milicianos de las Farc y el ELN se tomaron la comuna a principios de los 90; el orden social cambió y los nuevos “dueños” del barrio tomaron el control de las plazas de vicio.
—Vea—insiste Libardo—, en esa época yo salía a trabajar en la mañana y veía dos o tres muertos por ahí tirados, eso era lo normal.
En esa década del 90 se hicieron frecuentes las balaceras. Libardo recuerda que en la mañana, cuando se topaba con los milicianos, le contaban que tenían los dedos agarrotados de tanto volear gatillo la noche entera. Cuando estaba en la casa, el contador de historias se arrojaba al suelo para evitar que una bala perdida lo impactara. Su mamá, que ya había perdido las esperanzas en la vida, permanecía tal cual, rígida, esperando que una bala se acordara de ella.
Libardo es la historia viva de la comuna, no solo porque vivió todo de primera mano, sino porque tiene capacidad de organizar los hechos y contarlos con detalles. El turista escucha y le paga unos pesos por sus historias, como a un rapsoda que deambula recitando versos, en este caso versos tristes, tremebundos, hinchados de violencia y sangre.