Wílmar Quintero es un fanático del Rey del Despecho que cada ocho días limpia la tumba del ídolo.
La voz de Darío Gómez resuena en el Parque Berrío. Es viernes, 2:00 de la tarde, y el sol cae casi perpendicular. Desde la estación del metro se escuchan las letras tristes, desgarradas: tú, que turbaste mi mente, la falsedad te vendió. No hay derecho a que mi suerte me castigue sin razón. Darío Gómez está muerto, pero su voz, al menos una muy parecida, está ahí, en el centro de Medellín, en una tarde calurosa, y la gente se detiene, presta atención al melodrama, aplaude.
No es Darío Gómez quien canta, es Wílmar Quintero, un hombre bajo que lleva zapatos de charol, pantalón negro bien planchado, saco blanco, camisa y corbatín. Se mueve bajo un almendro que le ofrece su sombra y que atenúa el calor de la tarde. Wílmar tiene un parlante rodante en el que amplifica su canto, y se va moviendo por las baldosas del parque. Detrás suyo hay un hombre que, de cuclillas, hace muecas de dolor, como si el fuego abrasara su piel, y aprieta una botella plástica, llorando, quejándose, casi aullando.
—Esta canción, escúchenla—dice Wílmar alzando la voz, con énfasis—, es de las primeras que grabó Darío Gómez. Presten atención a la letra.
El show continúa en el Parque Berrío. En las escaleras del metro hay decenas de escuchas, casi todos hombres, que prestan atención a cada movimiento del cantante. Hay un vendedor de helados, Helados El Bacán, que ofrece conos a los espectadores. Alguien más pasa tarareando la canción que Wílmar canta a la distancia.
Wílmar tiene 40 años, nació en Cocorná y no tiene hijos. Hace poco tuvo una relación, convivió con una mujer, pero no resultó bien. Lo suyo, dice entre risas, es más el despecho que el amor. Tenía seis años cuando tomó conciencia de las canciones de Darío Gómez. Eran muy escuchadas en el campo, allá en Cocorná, y entonces se dejó seducir por las letras, el dolor que imprime el Rey del Despecho.
“Hay gente que se acerca y me dice que estoy haciendo mímica, que no estoy cantando. Después se sorprenden y me dicen que canto muy parecido”.
Dice Wílmar que se sabe más de 500 canciones de Darío Gómez, desde las primeras hasta la última que grabó. Hay una en particular que recuerda con amor, o con un despecho pueril: Ocuparon tu lugar.
—En el colegio me enamoré de una niña. Ella me rechazó, y al tiempo conseguí una noviecita—Wílmar sonríe al recordar—. Al darse cuenta, la primera vino a buscarme, y le dije, con la canción, “ocuparon tu lugar”. Era una cosa de niños.
El fanatismo por Darío Gómez fue creciendo en el corazón y la garganta de Wílmar. No solo le gustaba escuchar sus canciones, sino también cantarlas imitando al ídolo, haciendo las mismas inflexiones, subiendo y bajando el tono como el Rey del Despecho. Porque, más que cantante, Wílmar es un imitador.
—Hay gente que se acerca y me dice que estoy haciendo mímica, que no estoy cantando. Después se sorprenden y me dicen que canto muy parecido.
Bajo el laurel, que arriba se mueve levemente por la brisa, el cantante recuerda el día en que conoció al ídolo. Fue en un concierto en una discoteca. Metido en el público, extasiado, Wílmar agitaba una pancarta enorme que él mismo había hecho. Llevaba la consigna de que quería conocer a Darío. Este vio el letrero y ordenó que “subieran a ese muchacho a la tarima”.
—Fue la felicidad más grande—recuerda Wílmar—. Me subí y me dio la tembladera, la lloradera, qué más iba a hacer con el ídolo ahí. Entonces cantamos juntos.
El imitador, en realidad, es un evangelizador. Los fines de semana canta en shows privados, cantinas y discotecas, pero sale a las calles para que la gente recuerde al ídolo, para que escuchen sus canciones; va de un parque a otro recordando las más viejas, que casi nadie recuerda, para hacerlas sonar de nuevo. Wílmar es el evangelizador de Darío Gómez sobre la Tierra, el cultivador de su legado.
Cada ocho días va a la tumba del cantante, en Campos de Paz, y se queda un rato allí, recordándolo. En el parlante reproduce sus canciones, a veces canta. Con las manos limpia la placa que la lluvia y la tierra ensucian. En el Parque Berrío, bajo el almendro y el pasar incesante de la gente, dice:
—Con él hasta el final. Voy a cantar sus canciones hasta que me muera.