Fernando Estrada, quien mandó a construir el Palacio, dirigía la logia masónica Sol de la Montaña. En los 80, otro masón, el pintor Camilo Isaza, dejó nuevas huellas masónicas de las que hoy poco de habla
En 1928 comenzó la construcción de la casa más excéntrica de Medellín. Fernando Estrada, un reconocido optómetra, se dio a la tarea de levantar un palacio egipcio, fastuoso, a pocas cuadras de la Basílica de Villanueva. Tardaron doce años para que el palacio estuviera completo, erguido absurdamente en el barrio Prado, cuando no existía la Avenida Oriental.
La construcción del Palacio costó 50.000 pesos y propició las habladurías de la gente. Los vecinos pasaban por allí y veían en el frontis la cara de la hermosa reina Nefertiti, y en lo alto, apuntando al cielo, el mirador astronómico, de figura fálica, desafiante. Algunos pensaron que el palacio era un templo pagano consagrado a un dios maligno, o una abominación que pretendía desafiar a la Basílica Metropolitana. Lo llamaron “La casa del diablo”. Estaban muy lejos de la realidad.
El palacio fue idea de Fernando Estrada, el optómetra que viajó a Francia a hacer sus estudios superiores y luego se obsesionó con el antiguo Egipto. Durante su errancia europea, el optómetra cruzó el Mediterráneo y conoció Egipto, el añorado país de Kemi, de la hermosa Nefertiti. Junto al Nilo, presumiblemente, se deslumbró con la cultura que luego quiso replicar en Medellín.
La construcción del palacio tenía mucho más que ver con la añoranza de una vieja religión que con una afrenta al catolicismo. Es cierto que Estrada lo levantó a unas cuadras de la Basílica, y también es verdad que él no era un hombre religioso, pero sí fue respetuoso. Hay fotos de Fernando Estrada en el atrio de la Basílica, tal vez después de una primera comunión o un bautizo.
Sobre el palacio egipcio se han escrito decenas de artículos de prensa. Basta dar una mirada en internet o en una hemeroteca para encontrar las descripciones de la casa o la historia del optómetra. Sin embargo, se ha comentado poco sobre los símbolo masones que guarda el palacio. A saber, Estrada era masón y hacía parte activa de una logia fundada en Antioquia.
Volvamos a la época en la que el optómetra desembarcó de su periplo por Europa y Egipto. En 1930, después de décadas de poder conservador, el Partido Liberal, en cabeza de Alfonso López Pumarejo, llegaba de nuevo a ostentar la presidencia de la República. Entre los círculos más liberales había optimismo frente a una apertura política e intelectual. Se habló entonces de la secularización entre el Estado y la Iglesia, por ejemplo.
Para esa época había dos logias masónicas en Antioquia: Sol de la Montaña y Sol de Oriente. La primera de ellas era dirigida por Fernando Estrada, la mente que maquinó el palacio egipcio en Medellín.
El Palacio estuvo ligado a la masonería desde la construcción. Estrada delegó los diseños de la obra en Nel Rodríguez, también masón. La familia de Nel Rodríguez estaba ligada de vieja data con el espiritismo y la masonería. La erección del palacio egipcio significó un triunfo de los librepensadores de la época; la fálica torre apuntando al cielo, a los confines de Anubis, el guardián de las tumbas, fue un desafío para la sociedad antioqueña, tradicional y camandulera.
No en vano fue que los vecinos vieron en el excéntrico edificio un templo abominable. El palacio, por supuesto, tiene tantos detalles masones como relacionados con el antiguo Egipto. En el centro tiene un amplio corredor que representa la transición entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El mosaico que forman las baldosas tiene mensajes encriptados.
La pinturas masónicas
El Palacio fue heredado por los 14 hijos de Estrada, quien murió el 1 de septiembre de 1959. Los descendientes del optómetra vendieron el edificio a unos masones que lo tuvieron durante un tiempo. En la década del 80, no se sabe con precisión, otro masón, el pintor Camilo Isaza, dejó huellas en las paredes del palacio.
Camilo fue una figura reconocida dentro de la escena artística local. Dicen los que lo conocieron que era un hombre de modales muy finos, aristocráticos, y que andaba en carros lujosos. Cuentan que era “tremendamente culto” y muy sigiloso. Tan sigiloso era que Julio Londoño, compañero suyo de la Asociación de Artistas Colombianos, no se enteró nunca de que Isaza era masón.
Es muy probable que esa relación con la clase alta llevara al maestro Camilo a acercarse a la masonería. Fue un hombre abierto al mundo, con una cultura ecunémica; estudió en París y en Madrid. No es difícil imaginar a Camilo en los amplios salones, en los 80, trazando finamente las líneas sobre la pared. Las culturas confluyen bajo su creación, desde el antiguo Egipto hasta el Nuevo Mundo: en las pinturas se ven hombres y mujeres desnudos, de piel cobriza, que caminan entre cultivos de maíz.
Sobre Camilo Usanza hay poca información, pero afortunadamente se escribió un libro sobre su trabajo, que lleva por título Una obra atemporal. Ahí se compilan sus trabajos y se ve el virtuosismo alcanzado en el retrato. El escultor Salvador Arango, amigo suyo, cuenta que en Venezuela, en donde Camilo estuvo varios años, se perfeccionó como retratista. Allí inmortalizó a políticos y militares, consiguiendo una relativa fama.
En los murales de Isaza aparece Mozart tocando una flauta. Según Alberto Araque, el hombre que cuida el Palacio, esto es una alusión a los siete chakras del cuerpo. También aparecen hombres egipcios y fragmentos de un cielo estrellado.
El Palacio es un templo de la masonería en Antioquia y poco se ha hablado de ello. Desde Fernando Estrada hasta Camilo Iasaza hay historias masónicas por descubrir.