Conversamos con el autor de Cóndores no entierran todos los días. El escritor habla de la muerte, de su tumba, de la reedición de sus libros.
Gustavo Álvarez Gardeazábal. El nombre no necesita introducción, tampoco adjetivos que lo precedan.
Los días del escritor son largos, y los pasa en su finca de Tuluá. Provinciano, como siempre se ha reconocido, se levanta en la mañana para darles de comer a los animales; camina por los potreros, pensando. Regresa a la casa y se entrega a la redacción y grabación de su podcast diario, una reflexión puntillosa, casi siempre incómoda, sobre la actualidad del país.
“Ya tengo todo listo para no dejar responsabilidades a nadie. Voy a dejar resuelto el traslado”
Ahora es viejo y por eso toma tres siestas al día. Ya no va a restaurantes, una de sus viejas “debilidades”, porque el covid le dejó una hiperacusia que le imposibilita estar en lugares cerrados y ruidosos. Lee dos o tres periódicos impresos, que cada día llegan más delgados. Todavía recibe visitas de políticos y empresarios que acuden a escuchar consejos, pero ya no los agasaja con sancocho, como antes; ahora solo toman tinto.
Gardeazábal no se arrepiente de su vida mediática, irreverente. En la tranquilidad de su finca recuerda los dos periodos en que fue alcalde de Tuluá y cuenta que Las guerras de Tuluá, uno de sus libros clásicos, fue reeditado en una alianza entre El Tiempo y el Éxito. “Qué más actual que ese libro, es lo que estamos viviendo hoy”, dice el escritor.
Gracias a esa alianza entre El Tiempo y el Éxito se van a reeditar 12 libros de Gardeazábal. El primero, que ya está en las vitrinas, es Cóndores no entierran todos los días, el recordado retrato de la violencia partidista en Colombia.
Los 78 años no son un peso sobre las espaldas del escritor, al contrario, parecen un aliciente para seguir viviendo. Después de estar en la cárcel, de sentirse perseguido por la derecha y la oligarquía, de ser expulsado de donde quiera que estuvo, Gardeazábal dice que esperará la muerte siempre moviéndose, con la cabeza en alto, luchando.
Gardeazábal estuvo en Medellín el 19 de abril de 2023. Fue una visita extraña, un tanto acelerada. Llegó al cementerio San Pedro en una tarde calurosa, ataviado con un saco gris y camisa negra, puestas las orejeras para evitar los dolores de la insoportable hiperacusia. Después de una ceremonia religiosa y una charla, Gardeazábal llevó en sus manos los restos de Tomás Carrasquilla, el escritor antioqueño por antonomasia, y los dejó en la tumba que los recibió para la eternidad.
En un discurso corto, pero elogioso, el escritor halagó la obra de su colega, a quien llamó “el más grande”. Gardeazábal dice que se sintió feliz, satisfecho de conducir los restos de Carrasquilla a la tumba. Con el regreso de don Tomás al cementerio San Pedro se completó una triada de escritores. Cerca de la tumba del autor de Frutos de mi tierra está enterrado Jorge Isaacs, quien en vida pidió que le dejaran descansar para la eternidad en Medellín. Los restos de Isaacs llegaron a la ciudad, provenientes del Valle del Cauca, en 1904, después de la Guerra de los Mil Días, en medio de un desfile y un homenaje pomposo.
Solo falta Gardeazábal. Esta es una historia tan insólita como la vida del propio escritor. En 2018, por medio de una carta muy lacónica, de unas cuantas líneas, le informaron que no sería recibido en el cementerio Libre de Circasia, como se había pactado hacía décadas. Gardeazábal quedó, entonces, exiliado del cementerio sin siquiera haber muerto.
Luego de escribir una columna contando tan inusual hecho, el San Pedro le ofreció un espacio. En 2019 llegó la escultura de tres metros que acompaña la tumba, esculpida por Jorge Vélez. Es una representación de Gardeazábal con unas alas que remiten a su obra cumbre, la que escribió cuando tenía 25 años: Cóndores no entierran todos los días.
Desde entonces, Gardeazábal espera el día en que sus restos sean traídos a Medellín. La tumba es inusual, como ha sido su vida. El ataúd irá de manera vertical porque, dice, si no se arrodilló a nadie en vida, tampoco va a hacerlo ante la muerte. “Ya tengo todo listo para no dejar responsabilidades a nadie. Voy a dejar resuelto el traslado”, cuenta el escritor.
Gardeazábal jugó un papel importante en la “repatriación” de los huesos de Carrasquilla y ahora está en conversaciones con los herederos de Manuel Mejía Vallejo para el traslado de sus huesos. También, por medio de llamadas y conversaciones espontáneas, ha intentado persuadir a Fernando Vallejo, pero este le ha dicho, casi refunfuñando, a su estilo, que no, que ese cementerio es de ricos.
Qué se siente tener la tumba preparada, que solo espera la muerte de su inquilino. Gardeazábal no siento mayor cosa, en realidad, pero sí sabe cómo quiere su entierro: “Quiero que sea con muchas flores, como una lluvia de flores, y que cada persona tenga uno de mis libros en sus manos”.