Tiene 83 años y está recogiendo plata para ir a México, donde sus canciones aún suenan
Plutarco Urrutia escucha dos perros en su cabeza. Uno ladra grueso y el otro fino. Los escucha por la mañana, y a veces también canta un gallo o una paloma. Dice que eso le sucede porque hace muchos años, él no puede recordar cuántos, le echaron una brujería para enloquecerlo y dejarlo en la calle. Nada quedó de la fama de antaño, de sus canciones que se pegaron en la radio. La maldición lo dejó en la calle, cuenta, y por eso vende sus discos en Junín, sentado sobre una banca de madera y recostado sobre el acordeón.
Plutarco, tocayo del historiador romano, nació en Montelíbano cuando no existía el departamento de Córdoba. Tiene 83 años, aunque le gusta decir que tiene 70. No es capaz de organizar su vida cronológicamente, pero sí recuerda la juventud, la amistad con Alejo Durán y la llegada a Medellín, a los 20 años.
Sentado sobre la banca de Junín, Plutarco recuerda destellos de su vida. Hay que hablarle fuerte porque ha perdido buena parte de la audición. Sin embargo, aún ejecuta bien el acordeón y canta en el tono correcto.
—¿Cuándo aprendió a tocar el acordeón?
—¿Qué?
Cuando no escucha, Plutarco estira la cabeza. Lleva un sombrero vueltiao y una camisa blanca, estilo guayabera.
—Aprendí a los catorce años porque mi tío José Domingo me dijo que tenía que ser un acordeonero famoso.
La infancia del músico transcurrió entre Montelíbano, Ayapel y Caucasia.
—En Caucasia dormí dos años con una prima, jaja.
Cuando hace un chiste, Plutarco se lleva las manos a la cara, como tratando de ocultar los ojos. Vacila un momento y luego ríe con amplitud, mostrando los dientes e inclina el cuerpo contra el respaldo.
—Ya me voy, mañana vuelvo a las ocho de la mañana—, dice el músico.
—Espere, pero cuénteme la historia.
—¿Qué?
Y Plutarco continúa con su juventud. Trabajó en la finca de un familiar. Vuelve a la infancia y recuerda que la abuela les pegaba con un palo. Entre todos los nietos, que eran muchísimos, la anciana se ensañaba con él; en parte, reconoce ahora, tiene que ver con que era inquieto y andaba “metido en todo”.
Plutarco no menciona a sus padres, que ya murieron. En cambio, habla de José Domingo, el tío que le sentenció el futuro como acordeonero.
—El tío fue bueno conmigo, ufff—se lanza un poco hacia atrás, y sigue recordando: — Si gracias a él me quité de encima un maleficio que me hicieron.
—¿Un maleficio de qué?
—¿Qué?
Y Plutarco vuelve a sus años mozos. A los veinte llegó a Medellín. Se recuerda alegre, parrandero y tomador de trago. En ese tiempo conoció a Miguel Durán, un ícono del vallenato sabanero. Pero Miguel, dice Plutarco, no se amañó en Medellín por el frío y volvió a la costa. Él, en cambio, se radicó en la ciudad y comenzó a tocar en parrandas.
Plutarco es un juglar en todo el sentido de la palabra. Él compone las canciones, las interpreta y toca el acordeón. Es de origen campesino, si bien no de las tierras del Cacique Upar o del Magdalena Grande, sí de las sabanas de Córdoba que antaño hicieron parte de Bolívar. Creció en un ambiente rural, propicio para la creación. Suyas son canciones parranderas, cumbias y “paseitos” con letras picaronas. Una, por ejemplo, habla del hoyo soplador de San Andrés y de su fuerza.
—Me dijeron que la canción era muy vulgar—dice Plutarco. Ríe y se lleva las manos a la cara, cubriéndose los ojos—. Oiga, y hay otra que dice que llegando a Montería no hay hombre que no lo pida ni mujer que no lo dé.
Plutarco vuelve a su vida azarosamente y cuenta que fue amigo de Alejo Durán, el primer rey vallenato. Dice que lo conoció antes de coronarse. También fue amigo de Náfer, el hermano de Alejo que grabó con Diomedes Herencia Vallenata en 1976. En Planeta Rica conoció a Enrique Díaz, apodado el Tigre de María la Baja, un hombre parrandero que legó al vallenato de canciones legendarias como La caja negra y Vida parrandera.
Sin una relación posible, Plutarco vuelve sobre el maleficio que, dice, le echó una mujer con la que tuvo tres hijos. En total, regó por el mundo catorce criaturas, no recuerda con cuántas mujeres. Algunos de sus vástagos viven en Estados Unidos y otros en Medellín, pero lamenta que ninguno le ayude.
—Entonces esa mujé me echó una maldición y me dio una tontina en la cabeza. No podía ni caminar.
José Domingo, el tío que le sentenció el amor por la música, lo llevó donde una bruja en Cartagena. La hechicera le pidió a Plutarco una muestra de orina para la contra. Además de que no podía caminar, escuchaba el ladrido de los perros en su cabeza; cuando tocaba el acordeón oía mal el tono y cantaba erráticamente, tanto que la gente le silbaba.
—Esa mujé de Cartagena me alivió, pero todavía escucho a los dos perros.
Con 83 años, Plutarco está reuniendo plata para viajar a México. Allá, dice, canciones como Buscando a Patricia todavía suenan en la radio. Cree que en Monterrey tendrá más oportunidades de tocar y de recibir el reconocimiento que merece su vida musical. En la carrera Junín vende sus discos, grabados ya hace muchos años, y espera que le lleguen las regalías por las canciones. Hubo un tiempo en que la fama, con su abrazo efímero y quimérico, lo cobijó sobre su regazo, pero eso parece ya parte de una vida pasada y perdida.