Un recorrido por la plaza popular más grande de Medellín
Un paso dentro de la plaza y el olfato anula a los demás sentidos. Huele a pescado, a carne cruda, legumbres, frutas y queso; a inciensos, a plantas aromáticas. Una vez se sosiega la nariz, los ojos se posan sobre las yucas y los ñames cáscaras ásperas, sobre los pescados de pieles tornasoladas. La Minorista es un mercado de lo absoluto.
En un rincón de la plaza, en el bloque central, hay una miscelánea muy bien surtida. La atiende un hombre calvo, bajo, de pocas palabras, quien explica que la variedad de productos se debe a la variedad misma de la gente que frecuenta la plaza. En este negocio se venden dulces, cuadernos, peluches que van desde los 13.000 hasta los 180.000 pesos.
Uno de los mostradores tiene lo impensado: juguetes sexuales. Hay dildos y penes de plástico; lubricantes y vaginas de goma. El hombre que regenta el lugar dice, con vaguedad, que la oferta de juguetes sexuales comenzó cuando alguien preguntó por ellos. “Hay que ofrecer lo que la gente pide”, dice el hombre, lacónico. ¿Pero, sí se venden? Dice que sí, que se los van llevando con lentitud, pero se venden.
Es el único negocio en toda la plaza que vende juguetes sexuales. A muy pocos metros de allí se ofrecen frutas, verduras y pescado. El contraste es casi inverosímil, pero, para el hombre que atiende, es apenas normal, una cuestión de oferta y demanda.
Muy cerca del estante con juguetes sexuales está uno de los negocios más representativos de la Minorista: el restaurante Aquí paró Lucho. Dicen los que saben que ahí se come la mejor paella de Medellín. La hacen todos los viernes y la gente llega por montones. El restaurante es especialista en platos mediterráneos y típicos de la comida criolla colombiana.
El restaurante lo fundó Luis Fernando Díaz, oriundo de Cartago, y quien vivió un tiempo en España. En el país ibérico se interesó por la gastronomía y, después de volver a Colombia, emprendió la creación de varios restaurantes, hasta dar con el definitivo en el primer piso de la Minorista. Aunque Luis Fernando murió en 2012, su hermana Fabiola continuó el legado de ofrecer un restaurante gourmet en un lugar popular. Su filosofía es que la buena comida no tenía que estar encerrada en una calle de estrato 25, ni en una milla de oro rodeada por carros de alta gama.
El restaurante tiene una enorme demanda y es una de las razones por la que muchos visitan la plaza Minorista. Pese a estar en un lugar popular, ajetreado y muy transitado, las mesas están bien dispuestas con amplios manteles y los meseros, con elegancia, atienden a los comensales.
Pero la plaza tiene más sorpresas. En el segundo piso hay una sucesión de bares que abren a las 9:00 de la mañana y cierran en la tarde. Son frecuentados por campesinos o coteros que terminan temprano sus labores y se sientan a tomarse unas cervezas o unos aguardientes.
En una de esas cantinas atiende Sebastián Muñoz, un joven manager de cantantes de reguetón. Es el encargado de administrar el local, servir los tragos y poner la música. Un hombre le pide que ponga la música de Olimpo Cárdenas, mientras enciende un cigarrillo. Se toma una Pilsen y explica que es campesino, de Palmitas, y que por eso le gustan esas canciones viejas.
En los bares de la Minorista, como en muchas otras partes del centro, atienden mujeres jóvenes que alientan a los clientes a beber más. Se sientan con ellos y charlan largos ratos, escuchando con paciencia las historias del que está bebiendo. Las tabernas están muy cerca entre sí y por eso a veces se hacen indistinguibles las canciones populares y los vallenatos, los dos géneros que más suenan.
Pero el negocio más extraño en la Minorista, y a la vez uno de los más exitosos, es la odontología de Maicol Pérez, un especialista de la Universidad CES que en su infancia fue cotero y creció en la plaza. Hoy es el dentista de quienes cargan bultos a diario. Con precios bajos ha cautivado a una larga clientela.
Entrar al consultorio de Maicol es como adentrarse en un mundo diferente dentro de la plaza. La puerta es de vidrio y al entrar se agradece el sosiego que ofrece el aire acondicionado. El espacio es amplio y bien dividido, pulcro, con paredes blancas en las que resalta una frase de Charles Chaplin.
Las paredes y los vidrios refulgen; en la parte superior hay televisores que ayudan a que el paciente pase el rato. Maicol saluda con afabilidad y pregunta al cliente cuál es su música favorita. Quien se recuesta en la silla, abriendo la boca para que le metan los instrumentos, olvida que está en una plaza de mercado que huele a la mezcla de todos los frutos conocidos.
La aventura de Maicol en La Minorista, que comenzó hace año y medio, propició la llegada de otro médico. En la parte central, cerca a las oficinas de la administración, un doctor abrió su consultorio, un pequeño cubículo donde atiende a las personas de la plaza, muchas de ellas con enfermedades de riesgo como obesidad o hipertensión. Ofrece, por supuesto, tarifas a la medida para que la gente pueda acceder a sus servicios. Más que un producto comercial, Maicol y el médico ofrecen un servicio social en un lugar en el que se necesita mucha ayuda.
En La Minorista es posible encontrar todo, desde la fruta más exótica hasta un diseño de sonrisa, desde una olla a presión hasta animales vivos. O un dildo, si es del gusto.