Hay casas de dos pisos, comedor comunitario y se han establecido normas de convivencia
En Medellín se mencionan lugares que no aparecen en los mapas. Son nombres populares, creados por el ingenio de la gente. Uno de ellos, bautizado en honor a su pasado infausto, es la Curva del Diablo, en Moravia. En los años ochenta y noventa, y aún en el nuevo milenio, el sitio fue un “tiradero” de cadáveres. Los bandidos aprovechaban la soledad y la oscuridad del lugar para dejar a sus víctimas.
Basta con un dar un vistazo rápido a la prensa para encontrar noticias como la siguiente, publicada escuetamente en El Colombiano en 2012: “Cuatro cadáveres fueron arrojados desde una camioneta Hilux en el sector conocido como La Curva del Diablo, en el barrio Moravia de Medellín.De acuerdo con la información preliminar, las autoridades recibieron el reporte a las 3:00 de la madrugada de hoy y al acudir al sitio encontraron los cuerpos de tres hombres y una mujer”.
El sector de La Curva cambió cuando se inauguró el puente Madre Laura, en 2016, una mole que conecta a Aranjuez con Castilla. Una de las plataformas del puente, al lado oriental, da sobre la Curva en mención. Pues bien, esta historia tiene que ver con lo que ha ocurrido bajo esa ala del puente.
Resulta que en 2016, como ya había pasado, se quemaron decenas de casas construidas sobre el morro de Moravia, que está a todo el frente del puente. El morro está sobre el viejo basurero de Medellín, un terreno irregular que emana gases de la descomposición de los residuos. Eso, sumado a que las casas fueron levantadas sin permisos, y con conexiones ilegales, aumenta el riesgo de incendios y cortocircuitos.
Muchos se quedaron sin más que la ropa que llevaban puesta. Sin casa ni una alternativa posible, se metieron debajo del único techo disponible: el puente Madre Laura. Los primeros empezaron a construir ranchos de tablas y lonas. Con los días fueron llegando más personas, incluso algunas que no venían de Moravia, sino de otros barrios o municipios de Antioquia. Pero todos con algo en común: la necesidad y el desarraigo.
Una de las primeras en llegar fue Yamile, una mujer joven, separada, con hijos por criar. Yamile vivió bajo el puente hasta 2019, cuando la Policía, con una orden judicial, llegó a sacarlos. Entonces todos se fueron a rodar por la calle. Pasaron dos meses por fuera, deambulando, y volvieron cuando la Policía dejó de custodiar el puente. Ahí comenzó una nueva ola de población, ahora construyendo casas con mejores materiales.
Desde entonces, con muchos problemas, la gente se ha mantenido bajo el puente. Varios vecinos contaron que para ocupar el barrio tuvieron que tener el permiso de “los de la vuelta”, como eufemísticamente se llama al poder criminal que maneja los barrios en Medellín. Pues bien, con el favor de los de la vuelta, comenzaron a construir casas en material.
La de José Alejandro Obando, por ejemplo, tiene dos pisos. En la parte trasera, un balcón, lo que ahora llaman deck, de madera, que tiene una vista sobre el río Medellín y el metro. La casa de José Alejandro tiembla cada tanto, como un barco en altamar, y el que no esté acostumbrado se puede marear. Él dice que eso pasa porque la casa está construida como una bisagra del puente, una zapata que vibra con el paso de los carros.
En el barrio viven ahora unas 120 personas y se han creado normas, como en cualquier comunidad. Por ejemplo, los niños no pueden estar por fuera después de las 9:00 de la noche. El vecindario tiene unas zonas comunes donde ubicaron unos muebles roñosos y desvencijados; en ese espacio, por ejemplo, está prohibido tomar licor o consumir drogas.
Muchos de los hombres trabajan en el río, sacando arena para las construcciones. Es un trabajo extenuante, porque tienen que sacar decenas de bultos para que valga la pena. Aguantan el sol de frente y el reflejo sobre el agua, que hiere los ojos, y se exponen a una creciente súbita. Hablando del río, el barrio tiene un baño comunitario. Es un inodoro pequeño, casi pegado al piso, que desagua directamente al río.
El vecindario tiene un corredor central. A cada lado, entre el río y el puente, hay puertas de madera de las que cuelgan pesados candados y cadenas de metal. Una de las sorpresas que se lleva el visitante es que el barrio, con lo informal y su extraña historia, tiene conformado un comedor comunitario para los niños. La comida se las dona la fundación cristiana “Transformación”, que comenzó a ayudarles en la pandemia. La idea es generar un cambio de mentalidad en los niños y que no repitan los errores de sus papás. El desayuno se sirve sin falta a las ocho y media de la mañana.
Otra de las reglas de la comunidad es que no se pueden alquilar casas, como pasa en otros barrios de invasión de Medellín. Tampoco se aceptan nuevas construcciones. Son los que están y punto. Estas reglas, por supuesto, tienen el visto bueno de los de la vuelta, que desde Moravia se encargan de vigilar y dar el beneplácito.
El vecindario toma el agua de los tubos del acueducto y la luz de los postes de energía. El año pasado, EPM los desconectó a la energía y muchos perdieron la comida que tenían en la nevera, porque tienen neveras y lavadoras. Sin embargo, ninguna de las tres administraciones que han pasado por la Alpujarra desde la construcción del barrio ha logrado sacarlos. Ellos dicen que tienen derecho a vivir allí, bajo techo, aunque este sea un puente.