Seis personas fueron asesinadas en 1873 en Medellín, el primer gran crimen que se recuerda en la ciudad
La noche del martes 2 de diciembre fue una noche sumamente clara, escribiría el cronista. Era el año de 1873 y Medellín era un pueblo pequeño, a medio camino entre los valle del Cauca y del Magdalena. Los hechos que narra Francisco de Paula Muñoz, el cronista, ocurren en el Aguacatal, en el viejo camino de Medellín a Envigado. Aunque la narración comienza con la noche apacible, cercana a plenilunio, en la que el viento corría sin agitar el follaje, se va adentrando en el crimen que más estremeció a la ciudad en el siglo XIX.
Esa noche clara, Manuel Antonio Botero sintió un quejido en casa de sus vecinos, los Echeverri. Nunca supo a qué horas oyó el lamento, pero debía haber sido de madrugada, pues hacía rato se había dormido. Aunque se sobresaltó un poco, no le dio mayor importancia y siguió durmiendo.
Al otro día fue a casa de los Echeverri, a 100 metros de la suya. Quería preguntar cómo habían pasado la noche y averiguar el origen de aquel quejido de medianoche. Pero nadie le abrió. En cambio, notó que una pequeña mancha de sangre, como pincelada, se había incrustado en la puerta exterior.
Desde la ventana, cuenta el cronista, el señor Botero vio que sus vecinos dormían en la sala, sobre el suelo. No pudo precisar cuántas personas yacían, y de inmediato se fue para Medellín a dar la alerta.
En el Crimen del Aguacatal, como lo nombró la prensa de ese entonces, murieron seis personas. Medellín era una ciudad tranquila, provinciana, que crecía a la vera de un río que iba retorciéndose en sus meandros. Cuenta el cronista que, una vez inspeccionado el lugar y levantados los cuerpos, los llevaron a Medellín para procedcer con el entierro.
“Se leía la consternación en todos los semblantes y no se desprendía de la multitud más que el murmullo de los comentarios y algunas expresiones de conmiseración y de lástima”, escribía el cronista.
Ahora, entrado el siglo XXI, cuesta imaginar a la muchedumbre caminando lento, bajo el cielo posiblemente encapotado, con carruajes que arrastran seis ataúdes. Medellín se convirtió, cien años después, en una máquina de guerra y de muerte. En 1991, el año más violento en su historia, fueron asesinadas 8.954, es decir, 24 muertos al día. Las cavas de Medicina Legal no daban abasto y la gente se acostumbró a la muerte.
Pero cien años antes, en 1873, nadie estaba habituado al horror con el que habían matado a la familia Echeverri. Fueron seis las víctimas: Virginia Álvarez, de 36 años; su esposo, Melitón Escovar, de 48; Sinforiano Escovar, de 22 años e hijo del matrimonio; Juana Echeverri, de 63 años y madre de Virginia; Teresa Ramírez, de 15 años, y María Ana Marulanda, de unos 36 años, la sirvienta que llevaba 15 días trabajando en la casa.
Cuenta el cronista Muñoz que el presbítero Francisco Naranjo, capellán de la iglesia de San Blas, fue el primero en entrar a la casa. El sacerdote notó que Teresa todavía no estaba muerta. Le preguntó si quería recibir los santos óleos, pero la moribunda no contestó. Entonces, con ayuda de dos testigos, la volteó para darle la extremaunción. A paso seguido le dio un trago de aguapanela y la llevó a la cama, donde murió.
Como el caso estremeció a Medellín, los periódicos publicaban sucesivos artículos y las habladurías se apoderaron del pueblo-ciudad. Buena parte de los aldeanos culparon del asesinato a Melitón, el padre de la familia. Melitón había sido vigoroso y trabajador en la juventud, pero una fiebre le había dejado un problema mental al que llamaron “locura”.
La ciudad, entonces, se dividió en dos, los que creían a Melitón culpable y los que abogaban por su inocencia.
Así pasó un tiempo hasta que las autoridades comenzaron a sospechar de Daniel Escobar, un primo de la familia que, supuestamente, había ido a cobrarle una plata a Sinforiano.
Escovar negó su participación en la masacre, pero, después de dos semanas de interrogatorios, relató que se trabó en una pelea con Sinforiano por la plata que le debía. Entonces agarró un hacha y, con furia, dio con Sinforiano en el suelo y siguió con los demás miembros de la familia.
Escovar luego cambió de versión y dijo que los asesinatos los había cometido porque iba a robar unas joyas de la familia. Las autoridades nunca creyeron que hubiera cometido el crimen sin ayuda de nadie más, pero él no dio su brazo a torcer.
Dice la leyenda que Escovar se fugó de la cárcel y se fue a vivir a Urrao, donde se casó y se convirtió en un padre “ejemplar”.
Mucho antes de las rencillas del narcotráfico, de los enmaletados, de los desmembrados y los carrobomba, Medellín se estremeció por un asesinato infame. Nadie previó la vorágine de violencia que envolvería a la ciudad durante el siglo venidero.