A que no conocía esta historia: la sala de cine que funciona en una capilla del centro de Medellín
La sala ofrece películas para adultos y niños
Pocos edificios de Medellín cuentan tan íntegramente la historia como el claustro de San Ignacio. Ahí, frente a las ceibas que ahora son centenarias, nació la Universidad de Antioquia rayando el siglo XIX; unos años después, el claustro fue refugio de los ejércitos que se batían contra los españoles. Un siglo más tarde, en la plazuela del frente hubo una insólita pelea del grupo de los Panidas, incluido León de Greiff.
San Ignacio está lleno de contrastes. Es sede del claustro San Ignacio de Comfama, que a finales del año pasado fue remodelado y hoy tiene un agradable teatro que acoge a los visitantes. Comfama, desde que se hizo con el claustro en 2003, ha tratado de recuperar el espacio público y de convertirlo en un espacio para todos, donde hay música, lectura, café, ajedrez y tertulia.
La tranquilidad bohemia de San Ignacio contrasta con una realidad cada vez más apremiante: el consumo de licor y las riñas. Esos son problemas que llevan décadas y ninguna administración ha podido controlar, pero quienes pasan las horas en la plazuela, bajo la sombra de las ceibas o jugando ajedrez, pueden dar fe de que las cosas han desmejorado en el último año.
Pese a esa realidad exterior, las cosas son muy distintas dentro del claustro. Hay sosiego: las paredes gruesas y los terminados barrocos del siglo XIX crean un espejismo, un remanso dentro de la ciudad frenética que palpita afuera.
Además de decenas de cursos de cocina, escritura, danza y cuanta actividad cultural sae pueda imaginar, el claustro abrió hace poco una sala de cine. Se podría decir, sin lugar a equívocos, que es la sala de cine con más historia de la ciudad. También es la sala más particular: funciona en la capilla del claustro, un espacio bicentenario. No hay que olvidar que el claustro fue regentado por los franciscanos durante el siglo XIX y en el XX pasó a manos de los jesuitas, quienes le pusieron el nombre de su patrono.
El claustro fue, en realidad, una necesidad apremiante para la creciente villa que entraba al siglo XIX. Para entonces, la villa de Medellín, situada entre el camino del Cauca y el Magdalena sobre un valle pródigo, empezaba a ganar población y a reñir con Santa Fe de Antioquia, para entonces capital de la provincia. En 1826, finalmente, Medellín ganaría el pulso por convertirse en capital y centro económico de la región.
Decíamos que la construcción del claustro fue una necesidad porque a finales del siglo XVIII, como lo confirma Luis Javier Villegas en un artículo recopilado en la enciclopedia Historia de Medellín, el visitador Juan Antonio Mon y Valverde encontró a la provincia de Antioquia en estado de “atraso y abandono”. Lo que más resaltó el visitador fue que, pese a que las dinámicas sociales crecían, no había establecimientos educativos y se carecía de una “escuela de primeras letras”
Luego de ires y venires administrativos se dio la orden de construir esa escuela en 1803. Ese sería el inicio de la Universidad de Antioquia.
El claustro se convirtió, durante la Guerra de Independencia, en acuartelamiento de los realistas; luego fueron los republicanos quienes lo usaron de trinchera. Más tarde, en ese mismo siglo de sucesivas guerras civiles, sirvió de escondite durante el conflicto de los Supremos.
Esos acontecimientos parecen muy lejanos ahora que el claustro es un apacible centro de la cultura operado por Comfama. La caja de compensación planteó una ambiciosa remodelación del claustro. El proyecto se dividió en cuatro etapas y ya terminó la primera de ellas. Ahora, el que entra al edificio se encuentra con un amplio teatro que contrasta con los acabados decimonónicos de los corredores. En total, es una inversión de unos 57.000 millones de pesos, algo sin precedentes.
Pero volvamos a la sala de cine. Proyectar una película no es un acto mecánico. El proyector, como dice Fernando Vallejo, es el inventor de un mundo. El mencionado escritor antioqueño narra cómo se veían películas a mediados del siglo XX. El narrador nos cuenta que, precisamente, las proyectaban en una iglesia, la del Sufragio. Vaya coincidencia:
“Estamos en el cine parroquial de la iglesia del Sufragio; una sala baja sin declive en que apretados cabrán quinientos niños y sueltos meten mil, mil demonios endemoniados ensordeciendo, correteando, saltando por entre las largas bancas de madera que ya no resisten una tromba más con tempestad. Persecuciones, gritos, carreras, todos se creen el Zorro y ninguno quiere morir”.
Vallejo después llama al cine, con su preciosismo retórico, “el recinto mágico”. Que Comfama haya abierto una sala de cine en el centro de Medellín no es una noticia menor. Hace décadas que declinaron los cinemas que dieron vida al centro: el Lido, el Cine Centro, el Ópera Dux, el Cid, el Radio City… Las salas de hoy están en centros comerciales, aisladas de la ciudad. Lo de Comfama es devolverle al centro un pedazo de su historia, de su esplendor perdido, arrebatado.
En la capilla de San Ignacio se proyectan películas para todos, desde cine arte hasta para los niños. Si quiere conocer la programación entre a https://www.comfama.com/cultura-y-ocio/agenda/programacion-cinema-comfama/
- Published in CIUDAD
El mercado de lo absurdo: recorrido por los negocios callejeros más insólitos del centro de Medellín
Barberías, mini mercados y almacenes de ropa ocupan el espacio público
En Medellín hay unos 35.000 venteros, según la Alcaldía. La mayoría está en el centro, en las plazas y parques, sobre calles y carreras. En los últimos años, dicen los datos oficiales, los vendedores ambulantes se triplicaron. El desempleo, la pandemia y la necesidad empujó a mucha gente a la calle, a la intemperie. Este es un corto recorrido por esos miles de puestos callejeros que hay en el centro de Medellín.
Los bajos de la estación Berrío están llenos de ventas de jeans, zapatos, camisetas. Es cierto que desde hace años llegaron los vendedores, pero desde hace uno o dos años los negocios se hicieron más masivos. Ya no son pequeños puestos de gorras, sino verdaderos locales comerciales al aire libre. Dicen en los alrededores que hay personas con plata que se han hecho con hasta doce puestos callejeros. La mercancía para surtir no es nada barata.
Un poco más al norte, cruzando la plaza Botero, aparece la avenida de Greiff y el Hotel Nutibara. Pasando la calle está el viaducto del metro y comienza un verdadero mercado de lo absurdo. El corredor central bajo el metro está tomado desde ese punto hasta la estación Prado. Los venteros que llevan más tiempo allí dicen que son unas 1.200 familias las que viven de esa economía callejera.
El primer tramo del viaducto, justo después del hotel Nutibara, está repleto de carretillas en las que se ofrecen limones, yucas, ñames y cuantos frutos y legumbres tropicales se pueda imaginar. A la par, sucede lo que en muchas otras partes del centro: jíbaros se camuflan entre la multitud. Pregonando, aplaudiendo, pasa un muchacho ofreciendo marihuana, “rocas” y pepas. No es el único, más adelante hay otros que venden “blones apanados” y pastillas de clonazepam.
En ese mismo trayecto hay un par de ventas que, por lo menos, generan inquietud. La primera es la de los mini mercados ambulantes. Son carretillas pequeñas, que se arrastran, cargadas con bolsas de arroz, maíz, pastas, sal, panela, azúcar, fríjoles cargamanto, huevos. Su aparición también es relativamente reciente y puede explicarse gracias al aumento de la población flotante del centro de Medellín.
Según la corporación Cívica Corpocentro, por la comuna 10, el centro de la ciudad, pasan 1,2 millones de personas todos los días. Miles de medellinenses, colombianos y extranjeros recorren las intrincadas calles del centro en busca de alguna curiosidad de poco valor, o de un banco para hacer una diligencia. La gente sabe que en el centro se puede conseguir casi cualquier cosa, por descabellado que parezca.
Ahora vamos con otra venta singular. Sobre mantas se ofrecen pastillas y medicinas. No está claro cuál es el origen de los medicamentos ni si fueron adquiridos de manera legal. Son como pequeñas farmacias en la calle, sin boticario o farmacéutico.
Un poco más al norte, llegando a la estación Prado, aparecen más negocios. Los más grandes y bien montados son los de venta de ropa. Allí se pueden comprar camisetas en muy buen estado por 10.000.
Uno de los puestos es atendido por Giovanny, un hombre grueso, de ojos claros, que antaño tuvo un local en el destruido Bazar de los Puentes y que hoy tiene un almacén de ropa improvisado sobre la acera. Los pantalones de dril también cuestan 10.000 pesos. ¿Por qué tan baratos? Son de segunda, pero están buenos, dice Giovanny.
Los venteros de ropa se surten de personas que llegan hasta el lugar para vender prendas que ya no usan. Ellos las evalúan y piden 5.000 o 7.000 pesos. Luego las exhiben como si de un almacén de ropa se tratase. Este negocio también ha crecido bastante en los últimos años. Giovanni dice que el auge se debe a que la ropa se vende más fácil que los celulares, por ejemplo. Él solía venderlos, pero con frecuencia tenía problemas con los clientes y los funcionarios de la Alcaldía.
Detrás de los almacenes de ropa hay un negocio más insólito: barberías al aire libre. Están hechas de pequeños toldos plásticos puestos sobre los andenes. Tienen escritorios desvencijados en los que reposan las máquinas y las cuchillas. Uno de los barberos, que dice expresamente que no le tomen fotos, dice que el corte cuesta 10.000 y que en un día atienden a unas quince personas. Las barberías abren doce horas al día, desde las ocho de la mañana.
La mayoría de venteros viven en habitaciones cercanas, donde cobran 25.000 la noche. Su descanso sobre una cama depende de las ventas durante el día.
El mercado de lo absurdo se hace más masivo en tanto más cerca está de la estación Prado. En ese sector venden desde herramientas hasta computadores viejos, PlayStation, zapatos y juguetes sexuales. En uno de los puestos, por ejemplo, ofrecen unos dildos y en otro, junto a unos tenis, hay un plug anal.
Nadie parece sorprenderse de porque las barberías linden con los almacenes de ropa o que se ofrezcan juguetes sexuales al lado de juegos de video.
Son los contrastes del centro de Medellín a los que nos hemos acostumbrado.
Pedro II: la historia del papa antioqueño que despachaba desde Barbosa
Su nombre de pila era Antonio Hurtado y una crónica de la época retrata su alocada empresa de montar un Vaticano en Antioquia.
La historia de Pedro II, el papa de Barbosa, se ha contado varias veces, pero quizá no lo suficiente. En ella convergen lo pintoresco y lo simbólico. Es un cuadro muy particular de un “orate” que a ratos parece más que cuerdo.
El primer relato del papa de Barbosa data de 1939. Es una crónica en primera persona del periodista Juan Roca, escrita en clave humorística. La historia comienza con el trayecto entre Medellín y Barbosa, amenizado por la voz de la actriz cubana Dalia Iñuiguez, que acompañó al cronista a conocer al papa de Barbosa.
Así relata el cronista el viaje hasta el municipio del norte:
“Es que Barbosa, arcádico pueblillo antioqueño, oloroso a boñiga y vestido con la greda bermeja de los tejares, hay un vaticano y en él radica un orate que reclama para sí la silla pontificia”.
El orate es Antonio Hurtado, un dentista empírico que fue al seminario pero nunca se ordenó. En 1939, año de publicación de la crónica, murió Pío XI; al enterarse, Hurtado envió cartas al vaticano para postularse como reemplazo del papa recién fallecido. Nunca recibió respuesta, entonces él mismo se coronó Sumo Pontífice de la Iglesia Católica y convirtió su casa en el Vaticano antioqueño.
Para asumir como tal, se mandó a hacer dos anillos y a confeccionar trajes papales. La crónica de la visita a Barbosa continúa con la llegada al pueblo. El periodista y sus acompañantes se dan cuenta de que la torre principal de la iglesia tiene un hueco que causó la caída de un rayo. El papa de Barbosa les explica que el rayo era una protesta contra el vaticano por la posesión de Pacelli como Pío XII.
El papa de Barbosa vivía en una mansión grande adornada con cuadros religiosos. El papa recibe a sus visitantes con la bendición y los hace pasar. Luego se sienta en una silla grande que rechina. Entonces explica que es una silla dúplex, que lunes, miércoles y viernes sirve para sacar muelas y los demás días es silla pontificia.
El periodista pregunta al papa que desde hacía cuánto lo había asaltado la vocación. La respuesta deja perplejos a los escuchas:
“Hace tres años, nada más —dice el papa—. Es decir, este es el tercer año de mi candidatura. Pero me combate. Pío XI enfermó hace dos años y yo desde aquí le sostuve la existencia, porque era muy santo”.
Ante la sorpresa del periodista y sus acompañantes, el papa continúa y discurre de cuestiones teológicas:
“Sus encíclicas (de Pío XI) son geniales y trabaja mucho por la paz de la grey. Pero como yo sabía que estaba sufriendo demasiado, ordené desde aquí que muriera tranquilamente y se fue hacia Dios. Como era natural, yo debía reemplazarlo, pero en Roma no sé qué les está pasando. Mi misión es clarísima. Soy el creador de nuevos sacramentos”.
El papa les cuenta que, además de repartir bendiciones y sacar muelas, escribe un semanario que se llama “El Emanuel”. En él, el Sumo Pontífice de Barbosa dice que instruye sobre las cosas de la fe y probar que él, y no Pío XII, era el elegido para posarse sobre el trono de Pedro. El papa vuelve a la carga y dice: “Algún día seré reconocido por todas las potencias y consagrado. Ahora apenas tengo la adhesión de este rebaño”.
La conversación se hace más extraña cuando el periodista pregunta a Hurtado por su nombre de consagración. El papa responde que se llama Pedro II. El cronista se sorprende y le dice que eso es grave y peligroso. Hurtado responde que eligió ese nombre porque, según las profecías de Malaquías, cuando sea consagrado un papa con el nombre de Pedro II se acabará el mundo.
Luego de leer un pasaje de la biblia, Pedro II se adentra en un monólogo mucho más inquietante:
“Que yo soy el papa, porque yo soy la bestia. Voy a comprobarlo”.
Pero, así como discurre en esos comentarios de “orate”, el Sumo Pontífice de Barbosa opina sobre personajes de la vida política colombiana. Cuando el periodista le pregunta por Laureano Gómez, exige silencio y ruega no ofender su mansión con nombre tan “pecaminoso”. Más incisivo se vuelca sobre Fernando Gómez Martínez, quien fuera director del diario El Colombiano y gobernador de Antioquia:
“Dígale usted a Fernando Gómez Martínez, que ahora se dice a sí mismo maestro, no sé de qué, que no tiemble ante las excomuniones que le tira Laureano. Que yo siempre lo apoyo y que desde aquí lo bendigo, pero con la izquierda”.
El periodista y sus acompañantes salen del Vaticano, donde hay un cúmulo de curiosos que los observan y los ven salir pontificados. Emprenden el camino a Medellín y a mitad del viaje se les pinchan las cuatro llantas del carro.
“Mal agüero nos ha dado el papa de Barbosa”, dice la actriz Dalia.
La vida del papa
Sobre el papa de Barbosa hay un libro titulado Noticias de Pedro II, escrito por Víctor Bustamante. En el libro se cuentan decenas de curiosidades sobre la vida de este hombre excéntrico que se autoproclamó papa.
Con los años, el Vaticano de Barbosa creció hasta emplear a 25 personas. El papa era riguroso y despedía al que pronunciara una mala palabra. Según una crónica escrita por Luis Alberto Miño para El Tiempo, publicada en 2005, el papa se tomó en serio su celibato y nunca se le conoció novia, mujer o amante.
En el Vaticano antioqueño daba rienda a sus excentricidades:
“Con el paso de los años, Pedro II comenzó a hablar de que hacía milagros. En su periódico escribía que curaba a personas de cáncer y hacía caminar niños minusválidos. Por su fama regional, Pedro II atendía desde borrachos, a los que les mandaba con sus empleadas el anillo para que se lo besaran y no tener que recibirlos, hasta personas ilustres como la poetisa cubana María Dalia Iñiguez, la actriz Libertad Lamarque y a Alfonso López”.
Al papa de Barbosa lo excomulgaron y a sus procesiones, a las que acudían sus seguidores, las atacaban con piedras. Fue memorable su rencilla con el padre Jesús Antonio Arias. El párroco, con ayuda del alcalde Enrique Bedoya, logró una orden policial para llevar al papa a Medellín al hospital mental. Luego de una evaluación lo dejaron ir, alegando que no era peligroso y solo sufría de un delirio místico.
El papa de Barbosa murió en 1955, a los 63 años. Sus huesos todavía están en una pequeña bóveda del cementerio de Barbosa.
- Published in CIUDAD
Indigante: se cumplen 10 años del desalojo del Bazar de los puentes y 70 venteros han muerto esperando la reubicación
Desde 2014, esperando una solución que nunca llega, han muerto 70 venteros
Este 14 de junio se cumplen diez años desde que la alcaldía de Aníbal Gaviria desmontó el Bazar de los Puentes. El argumento de la administración fue que las plataformas A y B, donde estaban los venteros, se habían convertido en una “olla de vicio”. Aunque en el operativo de desmonte fueron capturadas 30 personas, no se incautó droga. Hoy, en donde solía estar el bazar, se pregonea a cielo abierto: “marihuana, rocas, pepas, clonazepán”.
Pero vamos por partes. El llamado bazar estaba ubicado en las losas superiores del deprimido de la Avenida Oriental. Se instaló allí un pequeño centro comercial popular al que llegaron venteros que estaban regados por todo el centro. Estas personas venían del comercio informal en calles y parques y encontraron allí, por lo menos, un lugar bajo techo y seguro para subsistir.
Fue en 1999 que se construyó el bazar con pequeños módulos para los vendedores ambulantes. Con el tiempo, como todo ese sector de la ciudad, fue decayendo y se hundió en las dinámicas sociales como la venta de drogas. Sin embargo, acabar con el bazar no fue una solución, como es posible concluir luego de pasar por los bajos de la estación Prado.
Los venteros se vieron obligados a vender sus variados productos en otro lugar. La administración de Gaviria no les dio ninguna solución. Desde entonces, 420 personas se asentaron bajo el viaducto del metro en la estación Prado, para guarecerse de la lluvia, y crearon el mercado más extraño que tiene la ciudad. En el bazar es posible conseguir ropa de segunda, ollas, martillos, celulares y juguetes sexuales.
Pero lo pintoresco que pueda parecer el lugar se desvanece cuando uno mira la realidad social. María Eugenia Valencia, líder de los venteros, ha estado en Prado desde 2014, cuando cambió su vida. Desde entonces han pasado tres administraciones (Gaviria, Federico Gutiérrez y Daniel Quintero) sin que ninguna haya pasado de las promesas a la acción.
Y lo más grave de que no se haya construido un nuevo bazar —como se prometió en cada administración— es que el problema se creció. María Eugenia dice que si en 2014 eran 420 venteros, ahora son por lo menos 1.200. Sus cálculos tienen sentido. En el lapso de diez años se avino una pandemia con resultados desastrosos en cuanto a niveles de pobreza, y eso sin contar con la presión que ha metido desde 2015 la diáspora venezolana.
“Llevamos diez años bajo el agua, con la contaminación de los carros. Federico dijo que iba a hacer algo y nunca nos ayudó. Quintero dijo que tenía 8.000 millones de pesos y finalmente no supimos qué pasó”, dice María Eugenia.
En efecto, la primera administración de Gutiérrez diseñó unos módulos para ubicar a 250 venteros, pero la idea quedó en el papel. La administración Quintero le dio muchas vueltas al asunto y también terminó en nada. Primero, el entonces subsecretario de Espacio Público Yorman Benítez dijo a los venteros que tenían un presupuesto de 8.000 millones de pesos para rehacer el bazar.
Sin embargo, después de unos estudios se determinó que la plataforma no podía soportar estructuras muy pesadas, como las que se habían diseñado, y entonces hubo que comenzar de cero. De manera paralela, la gerente del Centro, Mónica Pabón, anunció que sobre las plataformas, dada la imposibilidad de construir, se harían placas deportivas para jugar fútbol y voleibol. La justificación fue que con estos espacios se podría darle una nueva vida al sector.
Y es que las plataformas, ante la ausencia de control, fueron invadidas desde hace tiempo talleres improvisados y habitantes de calle. Es tal la inseguridad que una vez a un comensal, que almorzaba en uno de los restaurantes del sector, le robaron la carne del almuerzo. No es chiste.
La intervención anunciada por la Gerencia del Centro nunca se hizo, pero lo más llamativo fue que en 2023, año de elecciones, Quintero sacó de la manga la idea de retirar las losas completas, es decir, dejar otra vez a la Avenida Oriental destapada. ¿Y el bazar? Se prometió construirlo donde están los venteros hoy, en los bajos de la estación Prado.
Ninguna de las dos cosas se hizo, por supuesto, pero hay un agravante en cuanto al retiro de las losas. El Plan de Desarrollo 2020-2024 prometía construir un pequeño Parques del Río sobre las losas, cosa que no se cumplió. ¿Por qué el exalcalde salió con una idea en el cuarto año de su mandato que daba al traste con un proyecto incluido en su propio Plan de Desarrollo?
Más allá de esos líos administrativos sin resolver, lo más preocupante de esto es el drama humano. María Eugenia dice que a hoy son unos 70 compañeros expulsados del bazar que han muerto durante estos diez años: “Se han enfermado acá por la contaminación. Estamos expuestos a todos los riesgos, a la lluvia, al peligro. Van 70 compañeros muertos y nada que nos dan una solución”.
La mayoría de venteros son mayores de 60 viven del diario. Hoy no saben qué va a pasar durante esta administración. Su posición nunca ha sido la de sentarse a esperar. María Eugenia ya perdió la cuenta de a cuántas reuniones ha ido con los sucesivos funcionarios encargados. “Ya hemos hablado con algunos concejales de este periodo y tenemos reuniones programadas con la alcaldía. Esperamos que ahora sí nos cumplan”, dice.
Los ánimos de los venteros, sin embargo, están por el suelo. Muchos se echaron al dolor y comentan que van a morir allí, bajo el viaducto del metro. Lo cierto es que el panorama hoy es desalentador. Cada día llegan más personas en busca del sustento diario y las esperanzas de una solución se hacen remotas.
- Published in CIUDAD
La Bastilla de ayer y de hoy: de “refugio de poetas y novelistas” a pasaje de bares, apuestas y meseras “conversadoras”
Recuerdos del viejo café, donde Tomás Carrasquilla tomaba tinto. Estampa del pasaje hoy
Los bares de La Bastilla son un buen refugio para la lluvia. Afuera, un aguacero que tuerce los árboles. Pero adentro es agradable: el mesero sirve cafés humeantes y tragos de aguardiente. En el computador se reproduce una lista de vallenatos llorones que remite a otras ciudades, a tierras más cálidas. Es un viernes frío, torrencial, que evoca los tiempos idos.
El nombre del pasaje es la herencia del Café La Bastilla, fundado en ese sitio en 1920. El café se convirtió prontamente en sitio de encuentro de los intelectuales de la ciudad. Las charlas sobre literatura, historia o política se amenizaban tomando café o algún aguardiente que servía para avivar los argumentos.
En el libro La ciudad y sus cronistas, una compilación hecha por Miguel Escobar Calle, está incluida una crónica que, desde su título, muestra la vocación de ese lugar: La Bastilla, refugio de novelistas y poetas. El autor nos dice que “nunca fue un café atiborrado ni ruidoso. En diez años de frecuentar nunca estuvo repleto y jamás vacío”.
Ya no existe el café y de la bohemia de entonces no queda nada. Solo hay una fila de cantinas en las que se vende tinto y trago. Las meseras son mujeres jóvenes cuyo objetivo es sentarse a charlar con los clientes, casi todos pensionados, y animarlos a que tomen más tinto, más cerveza o más aguardiente. En algunas cantinas hay computadores para hacer apuestas deportivas, de partidos de fútbol, el reemplazo contemporáneo de la hípica.
Uno de los recuerdos más vividos de la vieja Bastilla está plasmado en una crónica de Tulio González Vélez, un joven de Titiribí que va una tarde al café y se encuentra allí con Tomás Carrasquilla. El autor hace una descripción novelesca del encuentro:
“El maestro se encuentra sentado en una mesa del “Café La Bastilla”, en ese momento solo concurrido por él, allí en un rincón umbroso, entrando, a la derecha, del enorme espejo de molduras doradas en el que gustan contemplarse los jóvenes buenos mozos de Medellín”.
La presencia del escritor no es casualidad, pues no en balde el periodista antes mencionado llamó a la Bastilla el refugio de novelistas y poetas. Por allí también pasó Miguel Ángel Osorio, el eterno Porfirio, antes de irse a su periplo por Centroamérica y México.
Pero Medellín se metió pronto en una vorágine de “progreso” que acabó con casi todo. El cronista que habla del refugio de novelistas cuenta que se fue unos años para Bogotá y que al volver no encontró rastro de lo que dejó:
“¿Cuánto duró La Bastilla del viejo Medellín, con su vieja casa propia, su especial ambiente, su andén de ladrillo rojo y sus pesadas puertas de madera, cuando dejé de verla y frecuentarla después de diez años de amable cotidianidad, para irme a Bogotá a ingresar a la redacción de El Espectador?”
A paso seguido, logra darse una respuesta que, en parte, trata de aliviar la pena por esa infausta pérdida:
“No lo sé. Mi villa Bienamada, la de los juveniles sueños y la dulce aventura vital, ambiciosa y romántica, tomó de repente un ritmo de progreso y transformación que nunca igualó ciudad alguna de Colombia”.
Pero volvamos a esta tarde de un viernes frío de 2024. El aguacero ha amainado y algunas personas caminan por el pasaje. La Bastilla fue remodelada durante la administración anterior de Federico Gutiérrez. Para entonces, el sector estaba tomado por los “chirrincheros”, grupos de hombres que pasaban horas sobre los andenes tomando licor hasta la inconsciencia y jugando juegos de azar.
En la remodelación se invirtieron 2.236 millones de pesos. Se cambiaron las losas y en general se embelleció el lugar. En su momento, con gran entusiasmo, los comerciantes se imaginaron que la nueva Bastilla sería un espacio cultural, con recitales de poesía y obras de teatro. Eso no pasó nunca, porque una cosa es la construcción de cemento y otra es transformar las maneras de habitar un lugar.
En su momento también se dijo que las cantinas cambiarían su oferta y ofrecerían cafés especiales, con cartas un poco esnob. Eso no pasó, y hoy sigue siendo el lugar de encuentro de pensionados que lee El Colombiano y escucha a Los Panchos. Y está muy bien que así sea, a decir verdad.
- Published in CIUDAD
En Itagüí están construyendo una vía con neumáticos: ¿funcionará?
El proyecto se hace posible gracias a un acuerdo entre el municipio y la Universidad de Medellín
En Itagüí están a punto de terminar una vía inusual. A simple vista parece normal, pero por dentro lleva innovaciones que podrían cambiar la manera en la que se aprovechan los recursos en Colombia. Pero, ¿qué dorar la píldora? ¿Qué es lo que hace a esta calle diferente a las demás? Sencillo: el pavimento está hecho de materiales reciclados, como llantas y neumáticos, que de otra manera habrían terminado en rellenos sanitarios o contaminando algún campo.
Es cierto que no es la primera vez que se construye una vía en Colombia con materiales reciclados. En 2022, la Alcaldía de Medellín anunció que una de las calles adyacentes a La Alpujarra sería pavimentada con plástico reciclado. Algo similar se hizo también entre Santa Marta y La Guajira. Sabiendo que esas tierras son claves para mantener el equilibrio natural, pues están entre el mar Caribe y la Sierra Nevada, el Gobierno Nacional se dio a la tarea de buscar alternativas que ayudaran a alivianar la carga de residuos plásticos en la zona.
Ahora bien, el caso de Itagüí es particular porque emplea una técnica diferente a las demás. La técnica para utilizar los neumáticos se desarrolló en la Universidad de Medellín y se conoce como Sistema de Refuerzo Geotécnico con Neumáticos Usados. Ya se ha utilizado con éxito, según la universidad, en la construcción de varios andenes dentro del campus universitario.
¿Cómo se da, entonces, la unión entre la universidad y el municipio? Da la casualidad de que el secretario de Movilidad, Sebastián Zuleta, es estudiante de la maestría en Ingeniería Civil de la universidad. En el campus ha tenido un socio en la investigación, el profesor Mario Santiago Hernández. Entre los dos se propusieron la creación de este desarrollo no solo innovador, sino útil para el medio ambiente.
La calle en cuestión está entre la diagonal 40 y la carrera 47, que se están cimentando con tres materiales diferentes modificados y reciclados en la estructura de pavimentos: asfalto reciclado, mallas de geoceldas y geoceldas con material reciclado de llantas de neumáticos. Este desarrollo ya fue patentado por la universidad.
El secretario de Movilidad indicó que el trabajo no terminará una vez la calle esté en funcionamiento. Como es un desarrollo reciente, hay que ver el comportamiento del pavimento para determinar si más tarde podrá ser usado en extensiones más grandes de vías:
“Tendremos un análisis profundo de lo que son estas modificaciones y estos métodos alternativos constructivos que le puedan ayudar a construir y a contribuir a la edificación de nuevas vías y de nuevos pavimentos dentro de la ciudad de Itagüí y que nos genere un costo-beneficio para todos los ciudadanos”, precisó el secretario.
Y es que el asunto es determinar la cantidad de carga que este pavimento puede resistir. En términos prácticos, los neumáticos lo que hacen es amarrar el suelo y eso es favorable para la construcción. En palabras más sencillas, amalgama más el pavimento y lo hace más compacto.
Hasta ahora, según la Alcaldía de Itagüí y la Universidad de Medellín, las mediciones han sido positivas. “Las tres técnicas nos están dando resultados muy satisfactorios, en particular la del sistema de confinamiento con neumáticos que es la de mayor interés y está generando unas respuestas muy interesantes, muy acordes a la vía, que nos van a garantizar que la vía perdure y en su vida útil nos dé un buen funcionamiento”, expresó el docente de la UdeMedellín.
Y es que una de las cosas que más se tiene en cuenta en cuanto a vías es el tiempo útil. Una de las quejas más frecuentes de los usuarios tiene que ver con las vías que, pese a que fueron repavimentadas, a los pocos meses ya muestran huecos o hundimientos que representan un peligro para los conductores. Esto depende del nivel de carga al que se someta la vía, por supuesto, y por eso las pruebas son tan importantes.
En otras latitudes se han puesto en marcha proyectos para aprovechar residuos como el plástico dándoles un segundo uso. Uno de los males del siglo XXI, y que hoy por hoy tiene amenazado a nuestro planeta, tiene que ver con la producción desmedida de plásticos que, en el mejor de los casos, va a dar a un relleno sanitario, pero que en muchas otras ocasiones termina en parajes rurales como bosques o, incluso peor, en los ríos o los océanos.
Un país pionero en buscar soluciones sostenibles ha sido Países Bajos. Como su territorio está al nivel del mar, ha visto cómo el aumento de la marea lo ha venido cercando y reduciendo. Eso obliga a que las carreteras tengan que ampliarse y modificarse cada 20 años, por ejemplo. De esa necesidad surgió la idea de construir carreteras con materiales reciclables que, además de darle un segundo uso al plástico, se acomodan mejor a las características del suelo.
Este modelo, que ha sido exitoso, se está intentando replicar en otras partes del mundo. La idea es loable, por supuesto, pero habrá que esperar los resultados para saber sin efecto hacia allá camina el futuro de las carreteras.
- Published in CIUDAD
Los secretos masónicos que guarda el Palacio Egipcio de Medellín: ¿los conoce?
Fernando Estrada, quien mandó a construir el Palacio, dirigía la logia masónica Sol de la Montaña. En los 80, otro masón, el pintor Camilo Isaza, dejó nuevas huellas masónicas de las que hoy poco de habla
En 1928 comenzó la construcción de la casa más excéntrica de Medellín. Fernando Estrada, un reconocido optómetra, se dio a la tarea de levantar un palacio egipcio, fastuoso, a pocas cuadras de la Basílica de Villanueva. Tardaron doce años para que el palacio estuviera completo, erguido absurdamente en el barrio Prado, cuando no existía la Avenida Oriental.
La construcción del Palacio costó 50.000 pesos y propició las habladurías de la gente. Los vecinos pasaban por allí y veían en el frontis la cara de la hermosa reina Nefertiti, y en lo alto, apuntando al cielo, el mirador astronómico, de figura fálica, desafiante. Algunos pensaron que el palacio era un templo pagano consagrado a un dios maligno, o una abominación que pretendía desafiar a la Basílica Metropolitana. Lo llamaron “La casa del diablo”. Estaban muy lejos de la realidad.
El palacio fue idea de Fernando Estrada, el optómetra que viajó a Francia a hacer sus estudios superiores y luego se obsesionó con el antiguo Egipto. Durante su errancia europea, el optómetra cruzó el Mediterráneo y conoció Egipto, el añorado país de Kemi, de la hermosa Nefertiti. Junto al Nilo, presumiblemente, se deslumbró con la cultura que luego quiso replicar en Medellín.
La construcción del palacio tenía mucho más que ver con la añoranza de una vieja religión que con una afrenta al catolicismo. Es cierto que Estrada lo levantó a unas cuadras de la Basílica, y también es verdad que él no era un hombre religioso, pero sí fue respetuoso. Hay fotos de Fernando Estrada en el atrio de la Basílica, tal vez después de una primera comunión o un bautizo.
Sobre el palacio egipcio se han escrito decenas de artículos de prensa. Basta dar una mirada en internet o en una hemeroteca para encontrar las descripciones de la casa o la historia del optómetra. Sin embargo, se ha comentado poco sobre los símbolo masones que guarda el palacio. A saber, Estrada era masón y hacía parte activa de una logia fundada en Antioquia.
Volvamos a la época en la que el optómetra desembarcó de su periplo por Europa y Egipto. En 1930, después de décadas de poder conservador, el Partido Liberal, en cabeza de Alfonso López Pumarejo, llegaba de nuevo a ostentar la presidencia de la República. Entre los círculos más liberales había optimismo frente a una apertura política e intelectual. Se habló entonces de la secularización entre el Estado y la Iglesia, por ejemplo.
Para esa época había dos logias masónicas en Antioquia: Sol de la Montaña y Sol de Oriente. La primera de ellas era dirigida por Fernando Estrada, la mente que maquinó el palacio egipcio en Medellín.
El Palacio estuvo ligado a la masonería desde la construcción. Estrada delegó los diseños de la obra en Nel Rodríguez, también masón. La familia de Nel Rodríguez estaba ligada de vieja data con el espiritismo y la masonería. La erección del palacio egipcio significó un triunfo de los librepensadores de la época; la fálica torre apuntando al cielo, a los confines de Anubis, el guardián de las tumbas, fue un desafío para la sociedad antioqueña, tradicional y camandulera.
No en vano fue que los vecinos vieron en el excéntrico edificio un templo abominable. El palacio, por supuesto, tiene tantos detalles masones como relacionados con el antiguo Egipto. En el centro tiene un amplio corredor que representa la transición entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El mosaico que forman las baldosas tiene mensajes encriptados.
La pinturas masónicas
El Palacio fue heredado por los 14 hijos de Estrada, quien murió el 1 de septiembre de 1959. Los descendientes del optómetra vendieron el edificio a unos masones que lo tuvieron durante un tiempo. En la década del 80, no se sabe con precisión, otro masón, el pintor Camilo Isaza, dejó huellas en las paredes del palacio.
Camilo fue una figura reconocida dentro de la escena artística local. Dicen los que lo conocieron que era un hombre de modales muy finos, aristocráticos, y que andaba en carros lujosos. Cuentan que era “tremendamente culto” y muy sigiloso. Tan sigiloso era que Julio Londoño, compañero suyo de la Asociación de Artistas Colombianos, no se enteró nunca de que Isaza era masón.
Es muy probable que esa relación con la clase alta llevara al maestro Camilo a acercarse a la masonería. Fue un hombre abierto al mundo, con una cultura ecunémica; estudió en París y en Madrid. No es difícil imaginar a Camilo en los amplios salones, en los 80, trazando finamente las líneas sobre la pared. Las culturas confluyen bajo su creación, desde el antiguo Egipto hasta el Nuevo Mundo: en las pinturas se ven hombres y mujeres desnudos, de piel cobriza, que caminan entre cultivos de maíz.
Sobre Camilo Usanza hay poca información, pero afortunadamente se escribió un libro sobre su trabajo, que lleva por título Una obra atemporal. Ahí se compilan sus trabajos y se ve el virtuosismo alcanzado en el retrato. El escultor Salvador Arango, amigo suyo, cuenta que en Venezuela, en donde Camilo estuvo varios años, se perfeccionó como retratista. Allí inmortalizó a políticos y militares, consiguiendo una relativa fama.
En los murales de Isaza aparece Mozart tocando una flauta. Según Alberto Araque, el hombre que cuida el Palacio, esto es una alusión a los siete chakras del cuerpo. También aparecen hombres egipcios y fragmentos de un cielo estrellado.
El Palacio es un templo de la masonería en Antioquia y poco se ha hablado de ello. Desde Fernando Estrada hasta Camilo Iasaza hay historias masónicas por descubrir.
- Published in CIUDAD
Lectores a la hamaca: la historia de cómo transformaron una plaza de vicio en un centro de lectura en Santo Domingo Savio
Con libros y hamacas lograron cambiar la historia de una parte del barrio
El barrio La Torre es el último de Medellín. Está sobre el filo de la montaña, pegadito a Bello. La gente suele decir que es el último barrio de la ciudad. Pero allá, en cambio, dicen que es el primero, si se mira de norte a sur. Sobre La Torre se han dicho muchas cosas. En la prensa apareció una vez la historia sobre un cocodrilo que supuestamente comía gente. Decía el artículo que “los muchachos” de los combos lo utilizaban para deshacerse de los cuerpos dejados por la guerra.
Historias malas sobre el barrio, que hace parte de Santa Domingo y la Comuna 1, se han escrito por montones. Acá vamos a contar brevemente una historia diferente y en primera persona, cosa que no hacemos con frecuencia en Exclusivo Colombia.
La Alcaldía de Medellín anunció, en mayo de 2021, que restauraría la biblioteca España. Yo fui a cubrir el anuncio de la administración sobre la biblioteca. Después de la rueda de prensa, recuerdo, apareció un hombre que se identificó como Mesa, a secas, sin nombre. Al darse cuenta de que yo era periodista, Mesa se me acercó y me explicó que estaba buscando recursos para un proyecto de fomento a la lectura. ¿Un proyecto cómo? Él me lo explicó…
En 2020, durante la pandemia, a Mesa, cuyo nombre de pila es Juan Carlos, tuvo una idea germinada gracias al ocio de las cuarentenas. Con una hamaca y unos cuantos libros se parchó en el mirador de Santo Domingo Savio, una gran plancha de cemento desde la que se columbra el Valle de Aburrá. Ese sitio era utilizado desde hacía tiempo por expendedores de drogas. Solo ahí, recuerda Mesa, había cuatro plazas de vicio.
A Mesa lo miraron con recelo en un comienzo, pero él insistió en instalar la hamaca y leer un libro. Entonces, en medio del humo de la marihuana, empezó a invitar a otros. Así nació Lectores a la hamaca, un proyecto que, desde entonces, ha ido creciendo lenta pero constantemente. Hoy no hay rastro de las plazas de vicio que se habían apoderado de la terraza. Sí hay, en cambio, 7.000 libros, todos donados, de los que la comunidad puede disfrutar.
“Hoy tenemos un espacio recuperado, lleno de cultura. Los niños vienen y leen en las hamacas. Con libros y cultura logramos desplazar el vicio”, comenta Mesa, el líder del proyecto.
Además de las hamacas y los libros, Mesa y sus ayudantes han emprendido otras labores tan loables como el fomento a la lectura. Desde hace unos meses se dieron a la tarea de mejorar 100 casas. La tarea es enorme, porque es muy costosa y requiere de voluntarios que donen mano de obra. Pero, sin rendirse, van en 25 casas mejoradas.
En esa zona de Santo Domingo, que da con Bello, las casas son, en su mayoría, ranchos de lata construidos y tablas. Una de las beneficiadas es Floripina, una mujer de 74 años a la que le quedan pocas pretensiones en la vida. No quiere volver al Chocó, su tierra natal, a menos de que la azote un “castigo divino”, y ya no puede hacer pasteles, con los que se ganaba la vida, porque le operaron los ojos y el humo le sienta mal. Solo quiere vivir en su casa, tranquila, y que las goteras la dejen dormir. Ese sueño, por lo menos, lo logró de la mano de Mesa.
Lo más triste es que el proyecto no ha contado nunca con apoyo institucional. Los libros y las hamacas los han donado personas naturales y empresarios, lo mismo con los materiales para rehacer las casas maltrechas. “Hacemos un llamado para que esta alcaldía nos ayude. Aunque hemos iniciado unos acercamientos, no han prosperado. Siempre es lo mismo: promesas y promesas”, reclama Mesa.
Lectores a la Hamaca es más que un espacio de encuentro con la literatura. Las hamacas y los libros terminan siendo símbolos de resistencia de un barrio olvidado, estigmatizado, que quiere cambiar su realidad. Es, también, una manera de llevar a los muchachos por otros caminos.
Medellín fue la ciudad de los 6.809 homicidios en un solo año, la de los bombazos, la del miedo sin fin. Fueron años aciagos los que atravesó la ciudad, una urbe que había crecido a la fuerza en un valle interandino, próspero y muy fértil. Nadie se hubiera imaginado que la apacible villa de comienzos de siglo habría de convertirse en una trinchera de la guerra, del horror. Pero, así como tocó el infierno, se levantó, y aunque no volvió a ser la de antes, tomó un rumbo inesperado. Eso explica bien el surgimiento de Lectores a la Hamaca y procesos similares que han surgido en varias comunas.
La cultura fue para muchos un escape de la realidad que vivía la ciudad. Hay muchas de esas alternativas que sobreviven hasta el día de hoy. Es cierto que Medellín no es un remanso de paz. El año pasado cerró con 389 homicidios. La cifra es absurdamente más baja en comparación con el triste récord de 1991, pero una vida humana perdida es una tragedia para toda una sociedad.
Volviendo a Lectores a la Hamaca, Mesa ha logrado extender el proyecto a otros lugares necesitados de cambios sociales y culturales. Es una especie de franquicia que en otras regiones ha contado con apoyo del sector público, cosa que paradójicamente no ha pasado en Medellín.
Ya hay un Lectores a la Hamaca en El Aro, en Ituango, la tierra de Mesa; también hay uno en construcción en las comunidades indígenas El Pando y La Jagua, de Caucasia. Mesa sueña con que sus lectores se conviertan en una comunidad enorme, una comunidad con unas perspectivas de vida diferentes a las ofrecidas por el conflicto armado y la pillería.
Medellín, aunque tenga mucho por mejorar, no es la de antes, la de los años aciagos y la zozobra infinita. Y si es así es gracias a su gente, que se ha juntado para, desde las esquinas, decirle no a la guerra. Solo un arma ha empuñado toda esa gente: la cultura.
- Published in CIUDAD
El sombrerón: espantos y brujerías del viejo Medellín
Un hombre ataviado con ruana negra y acompañado de dos perros encadenados se pasea por Medellín los viernes en la noche
“¡El sombrerón! ¡El espanto y el horror de los medellinenses!”.
Volvamos al siglo XIX, un par de décadas después de terminado el proceso de Independencia. Era Medellín entonces un pueblito recién designado capital de Antioquia.
Entre 1837 y 1839, dice la creencia popular, por ciertas calles del centro anduvo un personaje extraño, que aparecía en las noches de los viernes, pasadas las 8. En la crónica Espantos y Brujerías del Viejo Medellín, de Eladio Gónima, se hace una breve, pero rica descripción de ese personaje.
El cronista nos dice que todos hablaban del sombrerón, pero nadie sabía realmente quién era o cómo se veía. Lo que sí estaba claro es que su figura causaba espanto y escarmiento en los habitantes del viejo Medellín. Así se nos describe al que es quizá el espectro más propio y abominable de la capital de Antioquia:
“Al decir de las gentes, el Sombrerón estaba constituido de esta manera: una como figura de hombre con ruana negra, un gran sombrero, siempre jinete en una mula negra encasquillada (herrada) de los cuatro remos, llevando a lado y lado cogidos con gruesas cadenas, dos enormes perros negros, y acompañado de un fuerte viento que le servía de vanguardia”.
Al Sombrerón se le añadieron luego otras debilidades, como perseguir a los juerguistas que bebían y jugaban en las noches. Este espanto, como la mayoría que anduvieron por las montañas de Antioquia, tiene interpretaciones diferentes en otras latitudes. En Bogotá también hubo uno como el nuestro; en Guatemala, el nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias lo incluyó dentro de sus Leyendas de Guatemala.
Eso no debe causar extrañeza ni causar demérito sobre la figura del sombrerón. Los mitos de América se constituyeron sobre los prejuicios de los conquistadores que, por ejemplo, aseguraron haber visto tribus de mujeres amazonas, luchadoras. Llegaron a estas tierras con sus mitos de la era grecolatina y los adaptaron. Los indígenas y los negros africanos, traídos como mano de obra esclava, hicieron su parte y aportaron sus mitos y creencias.
Una buena muestra de ello es el personaje Pedro Rimales, que varía de nombre según el país de América Latiana. En México y Chile, por ejemplo, lleva el nombre de Pedro Ardimales. Es un personaje que llegó al continente heredado de la tradición literaria popular de España y fue adaptado a cada región.
Pero volvamos al Sombrerón, lo que nos ocupa en este breve recuento. Dice el cronista que el espanto parecía venir de fuera de la ciudad, es decir, pareciera que su intención era entrar al pueblo únicamente a causar miedo y escarmiento entre los vecinos. “El endriago como que tenía su habitación fuera de la ciudad porque venía siempre del Camellón de la Alameda (Colombia) y nunca por otra calle”, relata la crónica.
A diferencia de la Madremonte y otras leyendas, sobre el Sombrerón se da poco contexto. No se conocen los motivos de sus apariciones nocturnas, ni por qué anda vestido de negro y con dos perros encadenados. No hay una historia que justifique su presencia en la ciudad. Sí se sabía, por lo que nos cuenta Gónima, el recorrido que el espanto emprendía cada ocho días:
“Llegaba al galope a la esquina de San Juan de Dios, cruzaba unas veces sobre la derecha y seguía en línea recta hasta encontrar la calle de detrás del Convento del Carmen, y llegaba a la Plazuela San Roque donde se volvía humo; otras veces continuaba su carrera hasta la Plaza, cruzaba por la calle del Comercio (Palacé), y llegaba a la Plazuela, y buenas noches”.
Nótese que la descripción no dice explícitamente que el Sombrerón atemorizara a la gente, pero sí dice cómo se convertía en humo, al mejor estilo de un espanto abominable, para perderse en la noche y solo aparecer al siguiente viernes.
La crónica de Gónima termina de manera humorística y dando entrada a la posibilidad de que el Sombrerón tuviera la complicidad de otros espantos:
“Parece que en las inmediaciones del Convento tendría el Sr. Espanto su lugar de descanso ya preparado por algún otro parecido a él, con puerta abierta, bien juntada, pues nadie había oído que se abriera o cerrara”.
Antioquia, tierra de mitos
El Sombrerón no es el único mito antioqueño. Hay mucho más, y más reconocidos, como la Madremonte, el cura sin cabeza y la rodillona. En su mayoría, son personajes que aparecen en otras culturas del continente. En Mitos y leyendas de Antioquia la Grande, libro del Javier Ocampo López, se hace un detallado recuento de cómo estas figuras míticas fueron tan importantes en la colonización antioqueña del siglo XIX.
Un personaje muy pintoresco es el de la vieja comilona, una mujer que aparecía cuando los peones de las minas y las fincas se arrimaban a los fogones a calentar su comida. Lo llamativo de la vieja es que es inofensiva, se limita a acercarse al fuego y coger con sus manos las brasas y comerse los plátanos asados.
Son decenas de personajes los que se pueden nombrar, pero tal vez ninguno con la riqueza de la diosa Dabeiba, quien enseñó a los catíos a sembrar y hacer canastos, a vivir en sociedad. Vivía la diosa en lo que hoy conocemos como la subregión del Occidente, entre el Paramillo y Urabá, donde llegaron los conquistadores españoles a dejar una estela de sangre en 1538. Aunque arrasaron con casi todo, no pudieron borrar de la memoria a la diosa.
- Published in CIUDAD
Diego Armando, el artista de Junín que hace arte con la magia de sus pies
Historia de un retratista que hace su trabajo con elos pies
Junín, con su pasado bohemio, reminiscencia de un esplendor perdido, se convirtió en los últimos años en refugio de artistas callejeros. Sobre una banca de madera se sienta todos los días el juglar sabanero Plutarco Urrutia, un hombre de 83 años que aún interpreta el acordeón; también está “Fernando Tiza”, un hábil dibujante que hace enormes retratos sobre el pavimento.
Pero hay un artista que llama la atención. Se llama Diego Armando Usme, nacido en Barrancabermeja y criado en Bucaramanga y Bogotá. Diego Armando es pintor, especialista en retratos. Pero no es un pintor cualquiera. Nació sin manos y, aunque su familia quería que fuera abogado, él se inclinó por el arte desde muy joven. Con los dedos de los pies sostiene el pincel hábilmente; con el pie izquierdo sostiene el papel y con el derecho traza las líneas de expresión y borra cuando hay un error o queda inconforme con una línea.
Ni siquiera sabe explicar qué lo primero que retrató, o cuándo lo hizo, porque es algo tan natural, tan inevitable, que lo extraño sería no hacerlo.
Diego Armando va todas las tardes a Junín. Llegó a Medellín hace muchos años por invitación de una hermana. Pese a eso, su acento contrasta con el de sus clientes, que van pidiendo retratos mientras arrastran las eses. Diego, en cambio, dice “Mompi”, un término capitalino que estuvo en auge a comienzos de este siglo, pero que ya se olvidó.
El pintor se sienta en un taburete pequeño, sin espaldar, y se pasa ahí la tarde, en medio del río de gente que va cambiando de sentido según la hora. En la tarde de un jueves retrata a un chamán de pelo largo. Del celular, que también manipula con los pies, ve los detalles que luego plasma en el papel. Es un retrato difícil por la cantidad de detalles de los collares que cuelgan del cuello del chamán.
Cada tanto, el artista se detiene para ofrecer los retratos. Hay dos opciones. La primera, que el cliente se siente frente al pintor unos quince minutos. Debe estarse quieto para que el artista logre captar el ángulo de la boca, el enarcamiento de las cejas, el largor de las orejas. La segunda opción es más costosa, porque el trabajo es más preciso. En esta, el cliente envía una foto para que Diego Armando la emule.
Este trabajo es más demorado. Son tres días los que pasa el artista dando forma con sus pies al retrato. ¿Qué es lo más difícil? Para Diego Armando nada es difícil, solo es cuestión de concentrarse. Es algo natural, que simplemente pasa.
Diego Armando ha pasado por muchas academias de arte. En Bogotá aprendió la técnica. Siempre tuvo el apoyo de la familia. Su madre, cuenta, también tenía vena artística, aunque no se dedicó a ello de manera profesional. Él, en cambio, asumió el arte como una manera de vida, quizá la única posible.
El artista solía trabajar detrás del Palacio de la Cultura, cerca de la Plaza Botero, pero de ahí lo sacaron los funcionarios de Espacio Público. Por eso tuvo que irse a Junín, de donde también han tratado de moverlo. Afortunadamente para él, el ensañamiento de las autoridades ha sido con los cantantes que amplifican sus voces con bafles y no con él, un pintor que pasa en silencio la mayor parte del día.
Los retratos que hace Diego Armando son precisos. Los hay en color y en blanco y negro, como el cliente lo prefiera. Son cientos de retratos los que ha hecho Diego Armando en su vida. Desde hace años tiene el apoyo de la Fundación de Pintores con la Mano y con el Pie, una organización que brinda ayuda y crea una red de artistas que nacieron con discapacidades.
Diego Armando nunca se ha sentido impedido o menos capaz; el arte es algo natural en su vida, algo como comer o secarse el sudor de la frente.
Si alguien llegara a decirle dudar de su talento, podría responder con los versos que el compositor Adolfo Pacheco inmortalizó en una canción que grabó Diomedes Díaz en el álbum Ganó el Folclor:
Pero usted como un reptil
agorero y ponzoñoso
dice que no pinto hermoso
que valgo un maravedí
Métase donde se meta
usted me respeta a mí
- Published in CIUDAD