Estuvimos con los seguidores de Krishna para contar cuáles son sus creencias y cómo viven su fe
Es domingo de Ramos y el centro de Medellín está vacío. A la iglesia de La Veracruz, tan gastada ya por el paso de los años, llegan algunos feligreses a cuentagotas. En la Plaza Botero sí hay gente: turistas, prostitutas, borrachos. En un negocio suena El culpable soy yo, de Diomedes. En ese momento, entre todo lo mundano que habita la plaza, aparece un grupo de personas extrañamente ataviadas, con túnicas naranjas y las cabezas rapadas.
Los que están en la plaza, que fuman cigarrillos y toman cerveza, se quedan mirando al grupo, que ahora toca tambores y baila. Son hare krishna y van por las calles de Medellín cantando al señor, pero no al del frente, el de la Veracruz, que está atado a una cruz. No, su señor se llama Krishna y tiene forma humana.
Los hare krishnas, es decir, quienes reconocen en Krishna el ser supremo, celebran, justamente cuando en el calendario cristiano es Domingo de Ramos, su año nuevo. No es 2024 el año que están recibiendo, sino el 5532. Por eso cantan y bailan por el Parque Berrío, donde un hombre interpreta Sin saber qué me espera y decenas de personas bailan escuchando música parrandera. Son los contrastes insospechados que permite el centro de Medellín.
Hace 5532, dice el predicador, Krishna vino al mundo. Los hare krishnas creen que el mundo material, el que habitamos, está lleno de tentaciones y de dolor. La prioridad en la vida es servir a Krishna y no provocar dolor. Esto segundo es un imposible, reconocen. Por eso la doctrina es estricta en que la alimentación debe ser vegetariana. Nada de pescados, pollo, mucho menos carne de res. Los animales son amigos, no comida, dicen.
Mientras los fieles entran a la Veracruz, los hare krishna hacen lo propio en el templo, que está exactamente al frente de la iglesia católica. La tarde del domingo se hace gris, un tanto melancólica. Afuera siguen sonando vallenatos de Diomedes, uno tras otro, mientras los seguidores de Krisha se quitan los zapatos y se hincan, implorando, para comenzar la ceremonia de año nuevo.
Pero, antes de iniciar, se van rotando unos cocos. “Agítelo junto a su oído, escuche el agua que tiene adentro, y pida un deseo”, comenta uno de los asistentes.
El movimiento hare krishna llegó a Medellín en los 80. Este es una manifestación religiosa reciente, surgida en el siglo pasado. El templo hace parte de la Sociedad Internacional para la conciencia de Krishna (Iskcon por sus siglas en inglés). La sociedad ha ido creando templos en todo el mundo para despertar lo que ellos llaman la conciencia de Krishna.
Para los hinduistas, Krishna es uno de los avatares de Vishnú, el dios supremo, pero los hare krishna lo consideran la manifestación suprema y última de Dios. El movimiento no ha estado exento de problemas. En Alemania, por ejemplo, se le consideró una secta. Y, lo que es más grave, se han documentado denuncias de abusos sexuales y físicos dentro de las comunidades.
Algunas ramas del hinduismo también critican al movimiento Iskcon, pues consideran que, más que una religión, se asemejan más a las tendencias “nueva era”, en las que toman doctrinas del cristianismo y otras creencias para formar un sincretismo extraño.
La vida en el templo
Jhon Hurtado es un seguidor de Krishna que vive, literalmente, para su dios. Tiene 23 años, aunque aparenta más, y dice que ha vivido muchas cosas. Conoció el movimiento hace siete años. Estaba en la Marina, prestando servicio, cuando sintió el llamado de Dios y desde entonces decidió dedicar su vida a él.
Jhon es una de las 11 personas que viven en el templo, en todo el centro de Medellín. Afuera, las noches son tenebrosas; transcurren en medio de peleas a cuchillo, gemidos, gritos, bazuco. Adentro, en cambio, dice Jhon, es todo lo contrario. ¿Por qué, teniendo una percepción tan conservadora, fundaron el templo en semejante olla? El seguidor de Krishna responde sin titubear: porque acá hay una urgencia de espiritualidad.
Mientras sus compañeros montan un altar con la imagen de Krishna, John explica que hay cuatro condiciones básicas para hacer parte del movimiento. Primero, nada de alcohol, café, té, drogas u hongos; segundo, no tener sexo ilícito, es decir, que no sea con la esposa (o esposo) y cuyo fin no sea procrear; tercero, y sin ninguna dilación, no participar en juegos de azar; cuarto, quizá lo más importante, llevar una vida vegetariana.
Eso no son sacrificios, dice Jhon, porque todo lo hace por Krishna. La ceremonia de año nuevo incluye un baile y danza para honrar a Krishna. En medio del jolgorio, algunos servidores ofrecen flores aromáticas. También pasan con un candelabro encendido, ante lo cual el creyente se inclina, como tomando la llama, para luego llevar las manos a la cabeza.
La vida en el templo, cuenta Jhon, es de disciplina. Él no lo llama trabajo, sino servicio, y obviamente es para Krishna. Las once personas se acuestan todos los días a las nueve de la noche, pero eso depende de qué tanto servicio haya. A veces van a la cama pasadas las diez.
Se levantan a las tres y media de la mañana, sin falta, para comenzar la primera oración del día que, por supuesto, incluye baile y canto para Krishna. “Esta es una vida muy bonita, de amor. Todo el servicio lo hacemos por Krishna y por eso lo hacemos con amor”.
Jhon trabaja en el restaurante Govindas, que está en el tercer piso del edificio que ocupan los seguidores de Krishna. Comienza turno a las ocho de la mañana, varias horas ya después de haberse despertado, y sirve como mesero, lavando ollas, limpiando, barriendo, hasta las cinco de la tarde. A las seis en punto es el último canto a dios.
Cuesta trabajo imaginarse una vida así en pleno centro de Medellín, donde el relajamiento es regla general.
Afuera del templo, a la hora en que cae el sol, los borrachos siguen fumando cigarrillos, matando el tiempo, mientras los feligreses salen de la iglesia de Cristo. Es el centro de Medellín.