Con libros y hamacas lograron cambiar la historia de una parte del barrio
El barrio La Torre es el último de Medellín. Está sobre el filo de la montaña, pegadito a Bello. La gente suele decir que es el último barrio de la ciudad. Pero allá, en cambio, dicen que es el primero, si se mira de norte a sur. Sobre La Torre se han dicho muchas cosas. En la prensa apareció una vez la historia sobre un cocodrilo que supuestamente comía gente. Decía el artículo que “los muchachos” de los combos lo utilizaban para deshacerse de los cuerpos dejados por la guerra.
Historias malas sobre el barrio, que hace parte de Santa Domingo y la Comuna 1, se han escrito por montones. Acá vamos a contar brevemente una historia diferente y en primera persona, cosa que no hacemos con frecuencia en Exclusivo Colombia.
La Alcaldía de Medellín anunció, en mayo de 2021, que restauraría la biblioteca España. Yo fui a cubrir el anuncio de la administración sobre la biblioteca. Después de la rueda de prensa, recuerdo, apareció un hombre que se identificó como Mesa, a secas, sin nombre. Al darse cuenta de que yo era periodista, Mesa se me acercó y me explicó que estaba buscando recursos para un proyecto de fomento a la lectura. ¿Un proyecto cómo? Él me lo explicó…
En 2020, durante la pandemia, a Mesa, cuyo nombre de pila es Juan Carlos, tuvo una idea germinada gracias al ocio de las cuarentenas. Con una hamaca y unos cuantos libros se parchó en el mirador de Santo Domingo Savio, una gran plancha de cemento desde la que se columbra el Valle de Aburrá. Ese sitio era utilizado desde hacía tiempo por expendedores de drogas. Solo ahí, recuerda Mesa, había cuatro plazas de vicio.
A Mesa lo miraron con recelo en un comienzo, pero él insistió en instalar la hamaca y leer un libro. Entonces, en medio del humo de la marihuana, empezó a invitar a otros. Así nació Lectores a la hamaca, un proyecto que, desde entonces, ha ido creciendo lenta pero constantemente. Hoy no hay rastro de las plazas de vicio que se habían apoderado de la terraza. Sí hay, en cambio, 7.000 libros, todos donados, de los que la comunidad puede disfrutar.
“Hoy tenemos un espacio recuperado, lleno de cultura. Los niños vienen y leen en las hamacas. Con libros y cultura logramos desplazar el vicio”, comenta Mesa, el líder del proyecto.
Además de las hamacas y los libros, Mesa y sus ayudantes han emprendido otras labores tan loables como el fomento a la lectura. Desde hace unos meses se dieron a la tarea de mejorar 100 casas. La tarea es enorme, porque es muy costosa y requiere de voluntarios que donen mano de obra. Pero, sin rendirse, van en 25 casas mejoradas.
En esa zona de Santo Domingo, que da con Bello, las casas son, en su mayoría, ranchos de lata construidos y tablas. Una de las beneficiadas es Floripina, una mujer de 74 años a la que le quedan pocas pretensiones en la vida. No quiere volver al Chocó, su tierra natal, a menos de que la azote un “castigo divino”, y ya no puede hacer pasteles, con los que se ganaba la vida, porque le operaron los ojos y el humo le sienta mal. Solo quiere vivir en su casa, tranquila, y que las goteras la dejen dormir. Ese sueño, por lo menos, lo logró de la mano de Mesa.
Lo más triste es que el proyecto no ha contado nunca con apoyo institucional. Los libros y las hamacas los han donado personas naturales y empresarios, lo mismo con los materiales para rehacer las casas maltrechas. “Hacemos un llamado para que esta alcaldía nos ayude. Aunque hemos iniciado unos acercamientos, no han prosperado. Siempre es lo mismo: promesas y promesas”, reclama Mesa.
Lectores a la Hamaca es más que un espacio de encuentro con la literatura. Las hamacas y los libros terminan siendo símbolos de resistencia de un barrio olvidado, estigmatizado, que quiere cambiar su realidad. Es, también, una manera de llevar a los muchachos por otros caminos.
Medellín fue la ciudad de los 6.809 homicidios en un solo año, la de los bombazos, la del miedo sin fin. Fueron años aciagos los que atravesó la ciudad, una urbe que había crecido a la fuerza en un valle interandino, próspero y muy fértil. Nadie se hubiera imaginado que la apacible villa de comienzos de siglo habría de convertirse en una trinchera de la guerra, del horror. Pero, así como tocó el infierno, se levantó, y aunque no volvió a ser la de antes, tomó un rumbo inesperado. Eso explica bien el surgimiento de Lectores a la Hamaca y procesos similares que han surgido en varias comunas.
La cultura fue para muchos un escape de la realidad que vivía la ciudad. Hay muchas de esas alternativas que sobreviven hasta el día de hoy. Es cierto que Medellín no es un remanso de paz. El año pasado cerró con 389 homicidios. La cifra es absurdamente más baja en comparación con el triste récord de 1991, pero una vida humana perdida es una tragedia para toda una sociedad.
Volviendo a Lectores a la Hamaca, Mesa ha logrado extender el proyecto a otros lugares necesitados de cambios sociales y culturales. Es una especie de franquicia que en otras regiones ha contado con apoyo del sector público, cosa que paradójicamente no ha pasado en Medellín.
Ya hay un Lectores a la Hamaca en El Aro, en Ituango, la tierra de Mesa; también hay uno en construcción en las comunidades indígenas El Pando y La Jagua, de Caucasia. Mesa sueña con que sus lectores se conviertan en una comunidad enorme, una comunidad con unas perspectivas de vida diferentes a las ofrecidas por el conflicto armado y la pillería.
Medellín, aunque tenga mucho por mejorar, no es la de antes, la de los años aciagos y la zozobra infinita. Y si es así es gracias a su gente, que se ha juntado para, desde las esquinas, decirle no a la guerra. Solo un arma ha empuñado toda esa gente: la cultura.