Exclusivo Colombia recuerda dos crímenes que estremecieron a la ciudad
Este artículo recupera dos historias que estremecieron a la vieja Medellín. La primera está perdida en los comienzos del siglo XVIII, mucho antes de la Independencia; la segunda, más conocida, sucedió en 1902, después de la Guerra de los Mil Días. Comencemos.
Corría el año de 1702 cuando el presbítero Juan Sánchez de Vargas salió a pedir la limosna. Era un sábado, día habitual para recoger el diezmo. Cuenta el Cojo Benítez, el autor de El carnero de Medellín, que el cura pasó la Quebrada y llegó a la casa de Miguel Vásquez, que entonces vivía en casa de su suegro, Lucas Morales Bocanegra.
El presbítero entró a la casa y se encontró con una mulata, la sirvienta. Cuenta el cronista que el cura le pidió candela y, parece, ella se negó, lo que desbordó la ira del religioso que empezó a maltratar a la mujer.
Entonces entra en acción Gertrudis Morales, la mujer de Miguel Vásquez. Vásquez también se puso furioso y le dijo a Juan Sánchez que en su casa nadie gritaba más fuerte que él. Le dijo al cura que se fuera y que procurara no hacer escándalo. Aquella villa era afecta a los chismes, más si se trataba de un sacerdote y unos ciudadanos de cierta alcurnia.
Pero el presbítero, en vez de acatar la orden de Miguel Vásquez, acometió el ataque. Así lo cuenta el cronista:
“Volvió el rostro a la lancera y vio la espada de Miguel Vásquez y arrebatadamente la desnudó y le acometió tirándole una violenta estocada que le pasó de costado a costado, de suerte que el herido Miguel Vásquez, sólo pudo caminar quince pies adelante, pidiendo confesión, y cayó muerto”.
El suceso del cura homicida estremeció a Medellín. No hay muchos detalles de qué pasó luego, pues en ese entonces no había imprenta ni periódicos en la villa. La crónica del Cojo, escrita para finales de ese siglo, se basó en los autos criminales de la época. Lo que sí cuenta el cronista es que a Juan Sánchez lo degradaron de la Orden, pero él, tozudo, fue hasta Roma a pedir indulgencia.
La crónica del Cojo termina de una manera que ahora nos parece inusual: pidiendo a Dios y a sus hijos que no se olviden de él. El carnero de Medellín es una fuente ineludible para conocer a la Medellín anterepublicana. El libro, lo acepta el mismo autor, no está ordenado de manera cronológica. Por otra parte, la prosa es en ocasiones descuidada y no tiene un estilo propio como del que gozó El carnero santafereño de Juan Rodríguez Freyle.
La ejecución de Tamayo
La segunda historia de este artículo ocurrió exactamente 200 años después de la primera. El cronista que la dejó para la posteridad fue Enrique Gaviria Isaza, testigo de la ejecución.
Jesús Ma Tamayo, el protagonista de la historia, se casó en 1894 con María Josefa Echavarría, una mujer pobre dedicada a los “oficios propios entre gentes de su clase”. Cuenta el cronista que el matrimonio pronto se convirtió en un suplicio para esa mujer:
“Las frases de amor y las caricias se tornaron bien pronto para ella en insultos y en golpes, a los que de cerca siguió el completo abandono en el que la dejó su marido, sin motivo ninguno, porque la conducta de ella era intachable en todos sentidos”.
Aunque el autor promete ser un “narrador insensible” y promete remitirse a los hechos, son bastantes las ocasiones en las que siente compasión por la pareja que describe. Pues bien, resulta que en 1898 volvió Tamayo de Remedios, hacia donde se había ido a trabajar. Llegó con palabras melosas, indica el cronista, y prometió a su mujer una nueva vida conyugal. Ella, conocedora de sus artimañas, lo tomó con recelo.
Tamayo pidió una botella de vino en una tienda y tomó un trago, luego instó a su mujer a hacer lo propio. Cuenta el cronista que después de seguir caminando, Tamayo se quedó rezagado y, escondiéndose, vació estricnina en la botella de vino. Tal parece que el hombre había traído el veneno desde Remedios.
Ella dudó en tomar, pero Tamayo la amenazó: “Si no se toma este trago tiene que morir en la punta del cuchillo”. La mujer tomó y él le dijo: “No habrás llegado al Bermejal cuando te estés torciendo”.
La mujer sufrió unas horribles convulsiones y una agonía que, aunque corta, fue espantosa. Tamayo simuló estar afligido para no levantar sospechas, pero ella lo delató antes de morir: “Me mató Jesús con ese trago que me dio (…) Me mataste, Jesús; no le hace. Y fue para irte con Nepomucena; irés y te casarás con ella, pero en el Cielo nos veremos”.
Tamayo fue acusado por el asesinato de su mujer y fue llevado a la capilla, donde lo esposaron. Fue condenado a morir fusilado. En la capilla redactó su testamento y repartió su patrimonio, que no constaba más que de una suma de dinero, sin fincas ni casas ni bienes raíces.
Lo más valioso de la crónica, amén de las detalladas descripciones, es que el escritor fue a ver a Tamayo antes del fusilamiento. Así lo describe:
“Hombre alto, robusto, de contextura recia, fisionomía nada atrayente; la cara, un si es no, es teñida de azulado del carete, de pómulos salientes, nariz chata y pequeña, boca grande y un algo sumida, frente ancha, ojos hundidos, mirada dura”.
El cronista prefirió permanecer en silencio antes de importunar a Tamayo con sus preguntas de periodista. Pese a que prometió ser insensible, cuando sale de la visita al condenado se siente “triste, abatido, pesaroso de haberme metido allí”.
El cronista rememora el estallido de los tambores y el penoso caminar del condenado hacia el patíbulo, que estaba en el puente de Guayaquil. Al condenado, que se acerca al cadalso con la cara pálida, le ofrecen un trago de aguardiente que se apura de inmediato.
En la crónica se mencionan los nombres de todos los gendarmes que abrieron fuego contra Tamayo. “Una bala entró en el cuello y dejó al descubierto el hueso que llaman de la manzana”, narra el cronista. La ejecución de Tamayo pasaría a la historia como la primera del siglo XX en Medellín, justo después del fin de la Guerra de los Mil Días.
Estos dos casos, con 200 años de diferencia, retratan la historia de la ciudad que habría de enfrascarse en una vorágine de muerte durante la segunda mitad del siglo XX. La crónica de Enrique Gaviria Isaza termina con una escena triste que de alguna manera redime a la villa:
“La concurrencia al sangriento drama fue, para honor de Medellín, escasa y compuesta en su mayor parte, de mujerzuelas, de borrachines y de perdidos”.