El pintor tardó 40 años en retratar todos los municipios del departamento. Esta es su historia
Jairo Franco cuenta historias que se bifurcan. Teje anécdotas olvidadas, como una pelea entre conservadores y liberales en el parque de Amagá.
—Oiga, pues, se les acabaron las balas de escopeta y se acercaron para darse con machete.
Jairo dice que tiene memoria desde 1955. En 1962, cuando tenía 15 años, pintó la iglesia de Amagá, el primero de los 125 municipios que retrató durante 40 años. Pero esa es otra historia que se bifurca en varias aventuras de juventud.
Tiene un programa en radio y otro de televisión. Cuenta lo que muchos olvidaron y el lema es que no son historias de oídas, sino vividas por él mismo, como una suerte de Heródoto del Suroeste
—Yo trabajo desde los ocho años—dice Jairo, sin necesidad de escudriñar demasiado sus recuerdos—. Trapeé cantinas, cargué parva para las veredas, hacía dibujos por un centavo.
Pero esta corta crónica se centra en los últimos 22 años de su vida. Es la historia de una terquedad, de un empeño inquebrantable. En 2001, Jairo presentó un proyecto a la administración municipal. En unas hojas impresas, muy seguro de sí, radicó la idea del Museo del Carbón. Justificó la importancia de tener un lugar que contara cómo se extrae este material, paso a paso, y su lugar en la historia y la cultura del municipio. Pero no le prestaron atención.
En 2004 envió una carta a Aníbal Gaviria, entonces gobernador, haciendo la misma petición. Hizo una maqueta del museo, manejada con controles y movimiento. Todavía la conserva, pero ya no es más que un trasto viejo, polvoriento, ignorado.
Jairo sigue contando las historias que se bifurcan:
—Trabajé entre 1966 y 1969 en la mina San Fernando—dice, atropellando las palabras—. Ahí vi morir a un compañero. Le cayó encima una roca de una tonelada. Cuando la roca cayó, empecé a llamarlo, pero no me contestaba—toma un poco de aire—. Entonces me monté encima de la roca y di la vuelta. Ahí me di cuenta de que él estaba debajo.
Jairo buscó otro trabajo menos riesgoso. El 20 de octubre de 1969 entró a Coltejer, donde se convirtió en un pesebrista de fama. Para esa época ya había pintado muchos de los 125 municipios de Antioquia. Estudió Bellas Artes seis años, becado por la empresa. Se casó, tuvo hijos. Pero esas son otras historias que se bifurcan.
El inicio de los 2000 llegó con la idea del museo. Administración por administración, sin falta, radicó el proyecto, con la terquedad del que sabe que algún día vencerá. Le dijeron que sí, que la maqueta se haría realidad. Concejales y políticos le prometieron ayuda para financiar el museo. Pero, en sus palabras, “político es político”.
En ese tiempo, aunque pensando en el museo del carbón, terminó de pintar los pueblos de Antioquia. También hizo maquetas de los lugares emblemáticos de Amagá. Con orgullo muestra una versión a escala del viejo teatro, con cada una de las butacas en miniatura, y la casa de Belisario Betancur, con paredes color pastel y techos declinados. Pero Jairo se recuperó y terminó de pintar los 125 pueblos. El último fue Caucasia. Ya no tenía el ímpetu de la juventud, ni de la soltería en búsqueda de aventuras. Lo que sí le había quedado, como encarnado en lo más profundo, era la idea del museo del carbón, que siguió presentando a las administraciones de 2016 y 2020.
Como no recibió ayuda, la rectora de la Normal Superior de Amagá, Flor Ángela Urrego, le ofreció un espacio para, al fin, hacer el museo. Jairo, con la paciencia de siempre, y ya con siete décadas a cuestas, comenzó a pintar las paredes. De un lado el ferrocarril, donde su papá fue funcionario. Al frente, un paisaje de la mina San Fernando en la década del 60, cuando trabajó allí y vio morir a un compañero.
Sobre una de las paredes del museo están escritos, con la letra de Jairo, los nombres de las 86 personas que murieron en la tragedia de 1977.
—Por las bandas que transportan el carbón sacaban los cuerpos, muchos mutilados. Oiga, sacaban brazos, cabezas.
El museo tiene maquetas muy precisas, con movimiento, que explican el proceso de extracción del carbón. Hay obreros en miniatura que pican las rocas negras, y sus caras son vívidas. Pero el gran atractivo del museo está por hacerse. Con ayuda de la mina San Fernando, se construirá una mina natural, de 40 metros de profundidad. Los visitantes se subirán a los coches y descenderán dentro de la tierra, como si de verdad fueran mineros en un socavón.
Jairo solo espera cumplir este sueño, y que dios le dé vida para verlo terminado. A los visitantes les contará historias olvidadas, de conservadores y liberales, novias de la juventud; historias que se bifurcan.