Murió a los 67 años en el centro de Medellín. Dejó un gran legado en la cultura envigadeña.
Gonzalo Correa salió de su casa sigilosamente, con el maletín colgado. Nadie lo sintió. Su ausencia fue notada por sus tres hermanas: María Elena, Luz Marina y Ángela María. Sabían que él estaba débil, que le costaba moverse, que su estado de ánimo venía golpeado. Por eso se preocuparon de ver su cuarto vacío, pero no se dieron cuenta de que también faltaba el maletín, donde echaba los libros. De haberlo notado se habrían alarmado más, porque eso significaba que así, sin fuerzas, se había ido lejos.
Gonzalo no volvió esa noche a casa. Una llamada confirmó la noticia: murió a las 2:10 de la tarde en el parque San Antonio, en el centro de Medellín. Las tres hermanas supieron después que Gonzalo había ido al centro a comprar libros, objetos por los que profesó un amor ciego, casi inmaculado.
En la habitación del difunto encontraron un libro abierto, de cubierta negra, a doble columna. Tenía encima, puestas con cuidado, las gafas del lector. Un separador había dejado el libro abierto en la página 1119, en el capítulo titulado De Madrid a Nápoles. Fue esa la última lectura de Gonzalo, las obras completas de Pedro Antonio de Alarcón. Los días postreros del lector fueron lentos y se los pasó en el balcón, sentado sobre un viejo taburete de madera, fumando un cigarrillo tras otro, y leyendo mucho.
La noticia se esparció por Envigado, donde Gonzalo se había convertido en una leyenda de la cultura. La familia, con los padres y los siete hermanos, llegó al municipio el 9 de diciembre de 1972, provenientes de Caldas, Antioquia. Curiosamente, Gonzalo abrió la librería El Ocio, que luego se convertiría en un ícono envigadeño, otro 9 de diciembre, pero de 1980.
Las hermanas recuerdan que, estando en el colegio, Gonzalo se interesó por los caramelos. Entonces comenzó su amor por el papel: libros, periódicos, cartillas, panfletos, álbumes. En esa época descubrió su talento para la pintura. Hacía caricaturas de personajes políticos, imitando a los caricaturistas de El Colombiano, y se convirtió en un gran admirador de Van Gogh.
En 1976, recuerdan las hermanas, Gonzalo se fue a Londres para vivir la aventura europea; quería llenarse más de cultura, rodearse de artistas, tertuliar en los cafés bohemios. Pero la aventura terminó muy pronto, apenas unos días después de llegar a la ciudad de la bruma. Un lío de la persona que lo había llevado a Europa forzó al fin del sueño, y la tristeza llenó el alma sensible de Gonzalo. Fue un golpe duro, que lo llenó de amarga frustración.
De todas maneras, recuerdan las tres hermanas, siguió dibujando en su casa, en Envigado. La primera sede del Ocio era pequeña, bajo unas escaleras, un lugar muy estrecho y atiborrado de libros. Si alguien quería entrar a ver un libro, recuerdan las hermanas, él tenía que salirse para dar espacio. Norman, uno de sus hermanos, había aportado 32.000 pesos para montar la pequeña librería que, con el tiempo, se convertiría en ícono.
Buena parte del éxito de El Ocio tenía que ver con las cualidades del dueño. Gonzalo conseguía libros escasos, joyas muy difíciles de encontrar, y poco le importaba la plata. Era desprendido, casi o nada le importaba el billete. Si el cliente tenía menos de lo que costaba el libro, él lo entregaba porque la satisfacción, el fin último para él, era el gozo del lector.
Gonzalo sufría de crisis de depresión, recuerdan las tres hermanas. Cuando caía en una, regalaba los libros y dejaba de leer, algo impensable. Unas semanas antes de morir dijo, sin quejarse, que estaba triste, deprimido, y que no había vuelto a leer. En una de esas crisis regaló todas las pinturas y caricaturas que había hecho. Así también terminó, después de muchos años, la librería El Ocio, porque ya se sentía débil y cansado, pero nunca dejó el oficio.
En un carrito que fungía como librería recorría las calles de Envigado, huyendo de los funcionarios de Espacio Público que lo perseguían. Las hermanas recuerdan que llegaba furioso a la casa, indignado, porque le quitaban la mercancía. No era que perdiera mucha plata, como podría pensarse, sino que el destino de esos libros, de esos codiciados tesoros, quedaba velado, en incertidumbre, y los lectores se privaban del gozo y la aventura.
El asunto terminó con la decomisación del carro, que nunca volvió a ver. Eso provocó una tristeza enorme en el corazón de Gonzalo, que ya no tenía en dónde llevar los libros por las calles de Envigado. Aunque no se repuso del todo de ese golpe, siguió cambiando títulos y ofreciendo sus joyas, pero ahora las llevaba en un pequeño maletín, el mismo que se terció el día en que murió.
Gonzalo influyó mucho en sus clientes y, a fuerza de ejemplo y pasión, abrió el camino para nuevos libreros. Su cuñada Ángela es la dueña de El Ocio #2, en el barrio Mesa. La librería funciona en una casona vieja, laberíntica, de gruesas paredes, en la que se suceden las habitaciones, todas llenas de libros hasta el techo. Hay para todos los gustos, libros rarísimos y otros clásicos. “Todo se lo debo a Gonzalo que me enseñó el oficio. Él fue un intelectual, vivía con un libro en la mano, esa es la enseñanza que deja, de amor por la lectura”, dice Ángela.
La habitación de Gonzalo está intacta, coronada por cientos de libros. Sobre el suelo están las obras completas de Balzac, en una edición de Aguilar muy bien cuidada. La familia aún no sabe qué hacer con los libros. Las hermanas miran los innumerables ejemplares, levantándolos del suelo, y evocan la historia de Gonzalo, el librero más querido de Envigado.